martes, 20 de noviembre de 2012

¿Vio usté a mi abuela?


¿Cuál quieres que te ponga? preguntaba él abriendo las puertas de cristal del mueble donde guardaba la cadena de música. El de los payasos, respondía yo cogiendo del estante de los discos -que quedaba a mi altura- el vinilo raído de Los Payasos de la Tele, que antaño había pertenecido a mis hermanos mayores y que entonces ya solo escuchaba yo. Bueno, y él. Mi padre sacaba el disco de la funda y lo colocaba en el tocadiscos mientras yo me ponía de puntillas para verle accionar la aguja automáticamente con un botoncito que se encendía en color naranja. El disco empezaba a girar y, por los grandes altavoces que había sobre el comodín, comenzaba a sonar la inconfundible voz de Miliki. Hola don Pepito, hola Don José, ¿pasó usted ya por casa?... por su casa yo pasé... ¿vio usté a mi abuela?.. a su abuela yo la vi... Adiós Don Pepito... ¡Adiós Don José! Dando vueltas por el salón haciendo volar mi falda cantaba sin parar esa canción. Seguramente sería un sábado o un domingo por la mañana, y seguramente mi madre estaría pasando la aspiradora al otro lado de la casa. Pero no importaba porque los altavoces de la cadena de música eran muy potentes. Era una de las buenas, con amplificador, cinta de cassete, radio, tocadiscos y mil botones y cachivaches plateados, elegantísimos, que él no me dejaba tocar. Había costado un dineral y aún estaba pagándola a plazos. Todavía, entonces, me llevaba al circo en Navidad. Y a mí, todavía, me gustaba el circo. Supongo que él pasó por aquella fase con todos sus hijos, hasta que uno a uno dejamos de acompañarle al circo porque en realidad, tampoco nos gustaba tanto. Pero los payasos de la tele eran otra cosa, y en el circo de los leones estaba Ángel Cristo, pero no estaba Miliki. Y aunque yo no he llegado a conocer la época dorada de los payasos la tele, sí que recuerdo verle en color acompañado de ese payaso mudito que muchos años después acabaría haciendo Médico de Familia.
Pero todo acabó, y más aún tras el fallecimiento de Miliki. Ya no hay payasos como la familia Aragón, eso es cosa de otra época, la analógica, de la que los niños de ahora no conservan nada excepto los recuerdos de sus padres. Y entre esos recuerdos, con suerte, se encuentra ese Hola Don Pepito que continúa siendo infalible para arrancarle a un niño una sonrisa.






viernes, 2 de noviembre de 2012

La invasión del tweed

Señoras en el autobús
Es inevitable. Llega el otoño, caen las hojas, hace frío y el viento despeina los cardados imposibles de las señoras; mientras ellas lo solucionan todo calzándose un abrigo de tweed. Y es que hay modas sempiternas que acompañan a las abuelas allá donde vayan. No sabemos porqué ni porqué no, pero ciertas prendas, complementos y cortes de pelo se repiten en el mundo abuelil como los mini shorts entre las adolescentes. La pregunta es, ¿hasta cuándo perdurará la moda actual de las señoras? ¿Cómo vestiremos la generación que ahora tenemos 30 cuando seamos ancianas? ¿Llevaremos también abrigos de tweed y pelos de peluquería? He aquí una enumeración de prendas y detalles que no pueden faltar en las abuelas más urbanas. Hasta cuándo durará, eso no lo sabemos, la moda es imprevisible.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Compañeras de viaje

Hoy he vuelto a coger el metro para volver a casa a la misma hora que hace una semana, y allí estaban otra vez. La mujer del pelo color naranja y la anciana rusa sentada a su lado, sosteniéndole la mano. El otro día ya me llamó la atención la extraña pareja que forman. La más joven es muy delgada, de mediana edad, aunque viste como una veinteañera, informal y juvenil; y tiene el pelo de un naranja intenso que tampoco concuerda con su edad. Parece que viene de trabajar porque se la ve cansada, lleva zuecos de enfermera y una bolsa de deporte, probablemente con su uniforme dentro.

La anciana habla con un fuerte acento ruso, se cubre la cabeza con un pañuelo y bajo sus faldas asoman dos piececitos en zapatillas de andar por casa. Me recuerda un poco a las abuelas rusas de Eurovisión y fantaseo con la idea de que es una de ellas. En pocos segundos la estoy viendo bailando por el vagón a ritmo de "Party for everybody... Dance, come on and dance..." Me aguanto la risa porque la tengo justo enfrente, aunque no me presta ninguna atención. Ella solo tiene ojos para la mujer del pelo naranja. Le dice, medio en Español, medio en ruso, medio en lenguaje de signos, que le recuerda a su hermana precisamente por el color del cabello. Le acaricia la mano mientras la más joven se deja hacer. Tiene una permanente y cálida sonrisa en la que muestra un diente de oro. La otra se dispone a bajarse ya, pero, antes de levantarse, le dice que la semana siguiente no la verá porque tiene turno de mañana y no viajará en metro a esa hora. No sé si la rusa alcanza a entenderla, pero asiente con la cabeza muchas veces hasta que la mujer se baja del tren. Su mirada se pierde en el infinito mientras continúa sola su trayecto esperando volver a ver a esa chica que le recuerda a su hermana, que estará tan lejos, por el color del cabello.

domingo, 23 de septiembre de 2012

El barrio viejo

Ese señor del bastón es el que nos arreglaba el calentador a todo el barrio, me dice señalando al anciano inquieto que recorre la sala de punta a punta. Lleva tirantes y camina muy erguido, un poco con cara de susto. A nadie le gusta que le saquen sangre a las 8 de la mañana. Todos parecen cerdos camino al matadero. Imagínatelo con treinta años menos, a ver si te acuerdas de él, venía siempre. Qué pena, está viejísimo. Él y todos los demás, pienso, es ley de vida, el barrio ha envejecido mucho en los últimos años y verlo día a día no debe de ser muy agradable pero, reitero, es ley de vida. Y ella mientras tanto se abanica con el volante del médico y se queja de la espera. Se ha vuelto muy impaciente y lo quiere todo ahora, ya, como una adolescente. Hace un momento ha venido a saludarnos la vecina del primero con su nieta, que ya tendrá 12 años y nos escudriña con unos enormes ojos negros como los de su abuela. Esta es la mayor de Cristina, ha dicho, y yo me he itentado acordar de la última vez que vi a Cristina, que es de la edad de mi hermana, con un carrito de bebé. Ella pone cara de pena, suspira y le explica a la vecina lo del dolor que tiene en el hígado, que se lo están mirando los médicos, que la está matando, que para estar así de mal prefiere morirse. De la depresión no le dice nada.

De vuelta a casa parece que no va a poder caminar pero, alentada por a seguridad de mi brazo, se acelera para que la calle no se le haga tan larga, y comenta apesadumbrada que en los análisis le va a salir de todo. Azúcar alto, colesterol, ácido úrico... Voy  tener de todo, ya verás. Y qué quieres, pienso, con 77 años qué quieres. Y es que no tiene mucho más, pero a ella se le hace un mundo. De la depresión sigue sin decir nada. En el portal nos encontramos a la peluquera, que la anima a bajar a peinarse, Ay hija, si yo pudiera... y en el ascensor coincidimos con la señora del sexto, que nunca he sabido cómo se llama pero que tenía muchos hijos todos ellos muy altos y desgarbados. Nos mira preocupada y le dice que después le hará una visita. No mujer, no te preocupes, si me voy directa a la cama. Y se va, nada más entrar por la puerta. Ya a solas con el silencio de la mañana en este barrio cada vez más envejecido me pregunto qué se siente al perder la ilusión y el interés por todo aquello que te rodea y, sobre todo, si existe una receta mágica para recuperar las ganas de vivir. La respuesta está frente a mí: una funda de cuero con 7 cajitas con los días de la semana escritos en la tapa, divididas en 4 compartimentos cada una, llenas todas ellas de al menos 7 pastillas, todas diferentes. Ésa es la receta mágica. Lo que pasa es que no funciona.

miércoles, 1 de agosto de 2012

¡Con la Tata otra vez no!

Dios te salve María, llena eres de gracia... la Tata susurraba oraciones repetitivas de forma automática una noche más mientras Martita, en la cama de al lado, se tapaba los oídos con fuerza. Tenía miedo. No entendía las palabras de su Tata y lo único que escuchaba era el susurro rítmico de la anciana que dormía junto a ella, boca arriba y con las manos entrelazadas a la altura del pecho. Como un muerto. Martita nunca había visto un muerto de verdad, pero en las películas de terror que veía su hermana,  los vampiros dormían así en sus ataúdes. A ratos sacaba la cabeza de la sábana y la miraba para confirmar que estaba viva, aunque no acertaba a decir si estaría dormida o despierta.

¡No, por favor, con la Tata no! suplicaba cada verano semanas antes de las vacaciones, cuando se asignaban las habitaciones del apartamento. Nunca era el mismo y nunca en el mismo sitio, pero Martita siempre dormía con la Tata. Claro, era la pequeña. Mientras tanto sus hermanas mayores, la novia de su hermano más alguna amiga que se apuntaba a veranear con ellos, compartían la habitación más divertida: la de los colchones en el suelo y las juergas por las noches; la de las confidencias de chicas mayores y los sujetadores tirados en las sillas; la de las maletas abiertas llenas de vestidos preciosos que nadie le prestaba para salir por la noche. Porque a ella nunca la dejaban salir por la noche con las chicas y tenía que conformarse con verlas arreglarse, ayudarles a elegir la ropa, maravillarse cuando se maquillaban y despedirlas en la puerta con la Tata detrás diciendo no volváis muy tarde... Sus padres habrían salido a cenar solos, como tantas noches, y a Martita no le quedaba más remedio que quedarse en el apartamento con la Tata, que le haría una tortillita francesa y se quedaría dormida viendo la tele a un volumen ensordecedor. Más tarde, en la cama, la Tata rezaría el rosario en bajito y Martita se taparía la cabeza con la sábana para no escucharla. Así eran las noches de verano en las que Martita soñaba que se iba al pueblo con las chicas, que bailaba en la dicoteca como los mayores y volvía a casa casi al amanecer, entre risas ahogadas para no despertar a sus padres.

Cuando era más pequeña le encantaba ir a casa de la Tata y quedarse a dormir allí. Era una casa enorme llena de balcones que daban a una calle bulliciosa, y tenía muchos tesoros guardados en pequeños joyeros y cajitas. Le gustaba que su Tata le dejase unas viejas láminas de dibujo de Mickey Mouse para copiar y colorear, que tenía guardadas en una raída carpeta azul. Martita se sentaba en la mesa camilla junto al balcón a pintar durante horas. Sin embargo, ahora que ya tenía 11 años quedarse en casa con la Tata no le divertía en absoluto. Y además, era verano y sus hermanas habían salido. Sabía que si tenía paciencia, en unos años ya sería mayor para salir y dejaría a la Tata sola en casa. Aquello le causaba ciertos remordimentos, pero las ganas de ser mayor podían con ellos. Sólo tenía que esperar cuatro veranos para tener 15 años, como los que tenía su hermana ahora. Cuatro veranos más y cambiaría los rezos de la Tata por la música de la discoteca. Martita se durmió pensando en ello. La Tata aún rezó un Ave María más.

jueves, 26 de julio de 2012

Yo seré tu bastón

Se dirigía calle abajo camino del supermercado, con la actitud tediosa propia de quien no tiene ganas de hacer la compra, cuando se cruzó con ellos. Los dos ancianos presentaban un aspecto mucho más vital que ella a pesar de la edad que les separaba. Volvían precisamente de comprar, y no parecía resultarles nada tediosa aquella actividad. Ella era pequeñita y enjuta, probablemente lo había sido siempre; sin embargo, era fuerte porque soportaba dos pesos distintos. En su mano izquierda llevaba una bolsa llena de verdura de al menos tres kilos; y sobre su hombro derecho se apoyaba todo el peso del cuerpo de su marido, quien se servía de ella como bastón para caminar. Él, por su parte, debía de medir cerca de un metro noventa y la edad no le había encorvado demasiado. Era esbelto, con buena planta. De joven seguro que fue todo un galán, pero ahora le fallaban las piernas como a un viejo Gran Danés.

Al verlos, lo primero que le vino a la cabeza fueron sus propios padres en la época en que aún salían juntos a la calle y él, muy coqueto, se negaba a usar bastón, apoyándose en el hombro de su mujer que tenía la espalda baldada por culpa del peso de su marido. Aunque nunca se quejó y siempre se lo permitió. Le tenía realmente muy consentido. Entonces el pensamiento dio un giro radical y ya no vio a sus padres, sino a sí misma, pequeñita y enjuta, soportando el peso de los más de metro ochenta centímetros de su chico cuando ambos fueran ancianos. Y se dio cuenta de que a su chico quizás le fallarían también las piernas, algún día, como a un viejo Gran Danés, y de que ella, como su madre, permitiría que la usara de bastón sin rechistar. Cuando se giró para volver a mirar a los ancianos, éstos ya doblaban la esquina de la calle. -Pues no iban tan lentos, no- se dijo mientras retomaba el camino al supermercado con el ánimo extrañamente más alegre. Era agradable imaginar una vejez bien acompañada.

¡¡¡FELIZ DÍA DEL ABUELO!!!

jueves, 5 de julio de 2012

El abuelo hurón


Dicen que cada vez que nace alguien en una familia, otro de sus miembros muere (y viceversa), como si la naturaleza quisiera conservar un extraño y macabro equilibrio. Y también dicen que el recién llegado siempre hereda o reencarna los rasgos físicos o la personalidad del fallecido. Parece absurdo, pero si repasas las fechas de nacimientos y muertes más o menos simultáneas en tu familia, puede que te lleves una sorpresa. Agradable o inquietante, depende de cómo lo mires.

A mí me parece que esta teoría no se limita a los bebés, sino que se extiende a las mascotas, que al fin y al cabo, también son miembros de la familia. De hecho, una de mis hijas es clavadita, pero clavadita, a Popi, un perro que tenía su madre (y que casualmente murió justo antes de nacer ella). Es igual de inteligente, de rebelde y de cabezota. Y a veces, igual de perra. Eso sí, al menos ella no rebusca cosas de comer en la basura. O eso creo.

Pero no he venido aquí a hablar de mis hijas, sino de su abuelo Alfonso, que era mi suegro. El abuelo Alfonso era muy culto, muy moderno y muy presumido. Le gustaba vestir como un dandy, oler a perfume de marca, comer cosas ricas y beber buen vino. Esto último puede ser una virtud o un defecto, en función de los centilitros por hora que te bebas. Pero para mí, que lo conocí ya mayor, no era ni una cosa ni otra, siempre fue simplemente una anécdota. Entre otras muchas cosas, el abuelo Alfonso sabía conversar, leía varios periódicos y hablaba siempre en voz baja con su inconfundible acento barcelonés, que nunca perdió. Y eso que vivió en media España: Madrid, San Sebastián, y en tres residencias de ancianos en Canarias, Málaga y Vigo. Porque Alfonso fue un anciano prematuro; convivía con la tercera edad cuando él todavía estaba en la segunda. Cosas de los servicios sociales.

Todos los años, en verano o semana santa, íbamos a Vigo a visitar a Alfonso, para que viera cómo crecían sus nietas. Siempre llegábamos por sorpresa y él se ponía muy contento, porque las adoraba y también porque no solía tener compañía. Si nos dejaban, nos lo llevábamos a comer y a tomar un vino. Como en la residencia se lo tenían prohibido, nos lo agradecía con una sonrisa pícara y se lo bebía muy deprisa, tan rápido que teníamos que pedirle otro.

Alfonso era muy friolero y llevaba jersey incluso en pleno agosto. Tenía unos ojillos muy pequeños y unas gafas de culo de vaso que los hacían parecer siempre acuosos y más grandes de lo que eran. Se movía despacio y sin ruido, y se ahorraba las palabras si podía sustituirlas por una mueca, un gesto con la mano o un discreto codazo lleno de sobreentendidos. Tenía muy mala memoria para algunas cosas, pero para otras su cabeza era prodigiosa. Por ejemplo, yo le pedía a menudo que me enseñara esos trabalenguas tan divertidos que se sabía en catalán y que simulan frases en otros idiomas, como inglés (En un got net no hi pot haver-hi hagut mai vi), chino (Tinc tanta sang que a les cinc tinc son) o incluso latín (Avis murris porten els nuvis amb òmnibus a Gràcia). Conocía muchos diferentes y los recordaba todos a la perfección. Y si mil veces le pedí que los recitara, mil veces los repitió, sin quejarse jamás ni mostrar contrariedad alguna. Le divertía tanto como a mí. Aparte de que le hacía muchísima gracia ver a un madrileño disfrutar como un enano aprendiendo a decir cosas en catalán. Era su lengua y estaba muy orgulloso de ella, pero sólo la utilizaba para hablar con su esposa, María. De la que, por cierto, nunca se separó legalmente, aunque vivieron 25 años cada uno por su lado. Yo creo que siempre la quiso. Era un gran tipo, Alfonso.

Con los años, la salud del abuelo Alfonso se hizo más y más frágil; primero empeoró su vista y tuvo que dejar de leer. Eso acrecentó su tristeza, su soledad y su silencio. Luego flaquearon sus piernas, y caminaba tan despacio que le apodamos “el abuelo tortugo”. De ahí pasó a ocupar una silla de ruedas. Y por último, le amputaron una pierna por encima de la rodilla. Ese año no esperamos al verano para ir a verle.

Cuando llegamos a Vigo, nos preocupaba cómo reaccionarían nuestras hijas, aún pequeñas, al ver que a su abuelo le faltaba un trozo. Temíamos que se asustaran o les diera yu-yu. Bueno, pues ni se fijaron. O si lo hicieron, no le dieron ninguna importancia. África, que era su favorita, le regaló un pequeño peluche de un elefante con la trompa para arriba, como a él le gustaban, porque Alfonso siempre decía que sólo así daban buena suerte. Y Paula le dio dos besos y se comportó con la mayor naturalidad, mientras el abuelo la miraba tan embelesado que empezamos a dudar cuál de las dos era su nieta preferida. Nos lo llevamos a comer a un restaurante con terraza y, cómo no, nos bebimos dos jarras de albariño a la manera de Alfonso: la primera muy rápido, y la segunda tan tranquilos, paladeando el vino. El abuelo no habló mucho, sólo contemplaba a sus nietas orgulloso, asombrado y con una permanente sonrisa. Creo que nunca le había visto tan feliz, y durante tanto tiempo seguido, como aquel día.

Después de comer fuimos a comprarle algunas delicatessen a un centro comercial cercano. Allí había una tienda de animales y, en mitad del escaparate, un cachorro de hurón de dos meses de edad. Nada más verlo supe que África y su madre, que venían detrás empujando la silla del abuelo, se iban a enamorar de él. Y en efecto, un cuarto de hora más tarde, Sultán (así lo bautizó África, con gran acierto) se convirtió en un nuevo miembro de la familia. Alfonso observaba al hurón como hacía con todo lo nuevo: con una mezcla de curiosidad, simpatía y tolerancia. Si le preguntabas qué le parecía aquel animal, simplemente se encogía de hombros y sonreía divertido. Luego volvimos a la residencia, nos despedimos de él, regresamos a Madrid y quince días más tarde, el abuelo Alfonso murió.

Sin embargo, cuando veo los diminutos ojillos de Sultán, que es tan corto de vista como lo era el abuelo, sé que de algún modo sigue aquí. Su alma, o lo que sea, no fue a parar ni al cielo ni al infierno, sino dentro de un mustélido. Sólo así se explica que exista un hurón tan sibarita, tan listo y tan discreto, el muy sinvergüenza, siempre con esa actitud resignada y esa cara de no haber roto nunca un plato. Hay tanto de Alfonso en Sultán… Como él, es un ser silencioso y reservado. Tampoco soporta el frío. Le encanta salir a la calle, aunque enseguida se cansa de andar y prefiere que le lleven. Ignoro si además entiende el catalán, pero en su carné de mascota pone que nació en un pueblo de Lleida, así que tampoco me extrañaría. Ya sé, puede que todo esto no sean más que un puñado de coincidencias, pero a veces me pregunto qué extraña y poderosa razón nos impulsó a comprar un hurón precisamente en Vigo, a 500 km de nuestra casa, en compañía de Alfonso, y justo el último día que lo vimos con vida.

No sé cuál es la respuesta, pero os juro que cada vez que Sultán me mira y alarga el cuello esperando una chuche o una galletita, yo no veo a un hurón. Sólo veo la expresión cómplice y traviesa del abuelo Alfonso, pidiéndome sin hablar que le sirva un poco más de vino.

Por Alberto Macho


miércoles, 4 de julio de 2012

Un abuelo ye-yé

Me gustaría contaros la historia de mis abuelos, para que mis hijas y nietas sepan que lo de ser "moderno" y "liberal" no es un invento del siglo XXI. Mis abuelos paternos se llamaban Camilo y Gloria. Él trabajaba en la conocida farmacia Gayoso, sita en la madrileña Puerta del Sol, que aún hoy continúa abierta bajo el nombre de Farmacia Arenal. Si os fijáis en la foto del recorte que acompaña este texto, mi abuelo Camilo es el de la izquierda, con barba; mientras que el hombre de bigote que le acompaña y mira a la cámara es su gran amigo Julián, un rico constructor de la época que se pasaba la vida en los bares y al que precedía una fama de "borrachín" conocida hasta en los periódicos -de hecho, el artículo hace una sutil referencia a su nariz roja y su gusto por el vino-. Camilo y Julián se "casaron" con dos hermanas, lo que convierte al segundo en mi tío abuelo. Nótese que la palabra "casaron" la he puesto entre comillas no por casualidad.

El abuelo Camilo era, como puede apreciarse en la fotografía, un señorito de la época, un niño pijo, para entendernos; con muy buena planta, iba siempre hecho un pincel. La abuela Gloria, por el contrario, era más bien gordita y de escasa estatura y, aunque fueron una pareja muy bien avenida y tuvieron cinco hijos, nunca les vi juntos por la calle, y eso que Camilo no debía de parar mucho en casa.

Mi abuela falleció antes, y Camilo vivió hasta los 90 años, muriendo poco después de nacer mi hija mayor, allá por los años cincuenta. Es decir, que el recorte del periódico que veis aqui y que aún conservo es, posiblemente, de 1885 o 1890, de lo cuál da cuenta el estilo narrativo del articulista, tremendamente galdosiano.

Fallecido mi abuelo y su hija soltera Milagros, que vivía con él, nos llamó el abogado para formalizar la herencia del piso. Y cuál fue mi sorpresa cuando el letrado nos dice muy serio a mi marido y a mí: "¿sabéis que tus abuelos Camilo y Gloria no estaban casados?" Resultaba que nadie, ni siquiera sus cinco hijos, supieron nunca tamaño secreto. Es decir, que serían lo que llaman ahora "arrejuntarse", porque sin papeles de por medio, ¡ni pareja de hecho eran siquiera!

Por Mª Antonia Ronco Muñoz

miércoles, 6 de junio de 2012

Mis tres abuelos

Ante todo, tengo que aclarar el título, para no entrar en cábalas maquiavélicas ni elucubraciones extrañas. Mi abuela paterna biológica murió a los pocos días de nacer mi padre, por estas cosas de falta de asepsia y extensión de infecciones que existían en los años 30.

Ante esta situación, una de sus hermanas, que no tenía hijos, se hizo cargo del gordito bebé, asumiendo totalmente su papel de madre, y años después el de abuela de todos nosotros. En sintonía total, su marido pasó a ser el abuelo y padre de mi padre.

Por tanto, cuando tuve uso de razón (¡menudo término!), de pronto me di cuenta de que tenía tres abuelos, y no dos como todos mis amigos. Os soy sincero, no sólo no me preocupaba ni me planteé jamás el porqué. Era una situación de distinción, que lo único que podía traer eran ventajas...

Mi infancia fue dirigida por tres caminos diferentes, que jamás se unían ni se acercaban. Mis abuelos, todos ellos, actuaban de la misma forma: me mostraban su mundo, cómo eran ellos, cómo se comportaban, sin mencionar ni una sola vez a sus congéneres. Así eran de chulos y de sobrados los tres.
Voy a resumir lo que yo, como nieto desobediente y caprichoso (pero nunca mimado) captaba de cada uno:

  • ARTURO (o Don Arturo habitualmente, o Arturito en algunos círculos... el NINO para sus nietos)
Modelo ejemplar de lo que son las relaciones sociales; imagen impecable, cortesía extrema, educación sin límites, jamás una voz más alta, impensable ningún tipo de violencia, la tolerancia personificada. No hacía una concesión si no estabas dispuesto a recibirla. Todo su agradecimiento lo expresaba con los ojos o con su sonrisa retenida, nunca con la palabra.
Por sus profesiones y vocaciones, que no tenían nada que ver, era muy querido en los ambientes taurinos, flamencos y golfos de la época, tanto como en los quirúrgicos y hospitalarios. Cosas de su carácter...
Con los años he concluido que se debía a su “saber flotar”, tanto en términos políticos, como sociales, como familiares. Era un maestro en el arte de no dar motivos.

  • RAMÓN (el LALO para sus nietos)
Un auténtico “currante”; trabajador en todo lo referente a curtidos y pieles en la tienda de La Fuentecilla, una de las personas más serias, formales y estrictas que he conocido, sin que eso le aportara más gravedad de la necesaria. De hecho, murió de cirrosis, y no era el chocolate lo que le gustaba... Su cumplimiento con el trabajo y con su mujer, de la que estaba profundamente enamorado, era mayor que la necesidad de salirse de la trazada. Permanentemente hablaba de cómo se deben hacer las cosas, pero dirigiéndose a la humanidad, no a su nieto. Era un filósofo, y comediante, capaz de imitar las voces de los Reyes Magos, de sus pajes, y hasta de los camellos, cada 5 de enero, haciéndonos creer que estaban todos allí, en el comedor de casa. Para darle más verosimilitud, él mismo se bebía y se comía el anís y las pastas que habíamos puesto los niños. Un encanto, desinteresado y feliz.

  • VICENTE (el ABUELO VICENTE para sus nietos)
Absolutamente independiente, interesado, desconfiado, malpensado, siempre cuantificándolo todo, y seguramente tan solo desde que murió su mujer, que nunca supo salir de ese agujero de soledad. Era muy borde, y muy distante, pero, si te fijabas bien, muy a menudo le corrían lágrimas por las mejillas, especialmente con nosotros. Los pequeños le preguntábamos qué te pasa, y siempre decía que se le había metido algo en el ojo. Años después, me di cuenta de que todo era emoción, y que, reconociendo que él no había participado directamente, era feliz entre su familia, aunque no lo verbalizó jamás.
Claro, eso cuando le apetecía venir, porque solo se apuntaba algunos domingos a comer y cuando había entradas para los toros. Esos días íbamos con él mi padre y yo y siempre hacía la misma broma al entrar a la plaza: le pedía las entradas a mi padre, y se las daba al de la puerta diciendo:

- Toma, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.

El de la puerta cortaba el pico con una sonrisa, que le devolvía mi abuelo... y ya era igual lo que hicieran los toreros esa tarde. El había ocupado su lugar, y se le había reconocido (no podía ser de otra manera, porque la verdad es que los tres cargamos con genes idénticos; somos gotas de agua).
Cuando no teníamos toros, dormitaba en un sillón en casa, mientras me enseñaba a jugar al mus. Cuando fui mayor entendí lo que es “jugar sin cartas”. Mi abuelo Vicente siempre me ganaba, sin verlas, cortando el mus desde el inicio, y solo mirándome.
¡Ay! Si esa inteligencia la hubiera utilizado de otra forma. Con orígenes humildes, habría sido capaz de dirigir una multinacional. Tenía dos virtudes: inagotable capacidad de trabajo y una enorme ambición. Pero no vivió en el momento idóneo ni con la mejor actitud.

Pero quiero dejar claro lo maravillosos que eran, lo muchísimo que aprendí de ellos, y mi orgullo al presumir de haber tenido tres abuelos ¡A CUAL MEJOR! Y de lo que pone en mi partida de bautismo: Guillermo Arturo Vicente Ramón.

Por Guillermo Macho

lunes, 4 de junio de 2012

A mi nieta Naira


Érase una vez un príncipe
que decidió pasear...
y se fue por el bosque
cantando una canción
como iba sólo, no podía imaginar
que tomaría parte
de una maravillosa
historia de amor.
Él era un príncipe azul
no creais que me lo invento...
que se sentó para ver el río
junto a la orilla y vio salir del agua
una rana, si bien recuerdo,
era de color verde,
Con grandes ojos azules, que lo miraban
y la pobre ranita,
casi llorando así le decía:
"¡Ay! Dame un beso, por favor que igual que tú igual soy yo".
Un día una bruja
en rana a mí me convirtió
tan sólo tú eres mi salvación.
Si me das un beso se irá
el hechizo y yo seré tuya.
Si no me ayudas siempre rana seré yo,
”maldito sea el encantamiento
que es mi tormento y es mi locura".
Él le limpió sus ojos y le dio un beso
y la ranita se convirtió en princesa.
Los dos se enamoraron en un momento,
fueron muy felices juntos en su reino... y
comieron perdices como en todos los cuentos.

Cierro entonces el libro
y mi nieta… ya descansa
y cuando la voy a besar
os juro que yo me siento
el príncipe azul de mi casa.

Por Leandro García Corredera


sábado, 2 de junio de 2012

La alianza de Dora


Cuando era niña, la madre de mi madre vivía con nosotros en casa. Se llamaba Dora. Nosotros la llamábamos Yaya Dora. Yo, como todas las niñas, soñaba con ser princesa, por eso la alianza de boda de mi yaya me atraía muchísimo y me hipnotizaba brillando desde su dedo regordete como un preciado tesoro. Era sencilla, humilde, pero brillaba tanto... Como mi yaya siempre estaba en casa, yo le pedía la alianza una y otra vez. Quería que me la regalase porque pensaba que a ella ya no le hacía ninguna falta; pero la Yaya Dora me respondía invariablemente: "aún no, hijita, cuando me muera te la daré". Para un niño eso de la muerte no es un concepto muy claro y parece extremadamente lejano en el tiempo. Es más, a mí aquello de "cuando me muera" me sonaba igual que lo de "que viene el hombre del saco". Pura fantasía para meterme miedo. Hasta que un día mi abuela se cayó. Fue una caída de estas tontas que a veces sufren los abuelos, pero que son suficientes para partirles la cadera. Aquél día, cuando se la llevaban dolorida al hospital, me dio su alianza de boda antes de salir por la puerta. Yo pensé que si me la daba así, sin pedírsela siquiera, era porque se iba a morir, pero me parecía imposible porque aquello de la muerte seguía siendo un concepto vago y lejano; sin embargo, su intuición no le falló, pues nunca más volvió a casa. Todavía hoy llevo puesta su alianza. Jamás me la quito.

Por Pilar Arnanz

miércoles, 30 de mayo de 2012

Pili, Luci, Bú y otras chicas del ambigú


Pili es una linda regordeta de pelo rosa, con unos mofletes prominentes igual que su abuelo. Cierto día, cuando aún no sabía su nombre, recién llegada a este mundo, su abuelo, que aún no sabía que lo era, la cogió con sus manos y se la llevó. Poco después Pili llegó a una casa llena de gente y algarabía, donde todos hablaban a la vez y comían y reían juntos. Entonces su abuelo la tomó a ella y a la pequeña Lucía y las enfrentó nariz con nariz.
-Mira Lucía, ¿te gusta? es para ti -dijo el abuelo a la niña
Lucía, que era una princesa de casi dos años y en casa de sus Bus tendía a “despiporrarse” de lo lindo, se desasió de los brazos de su abuelo y salió corriendo diciendo “zi”, pues hablaba con la zeta.
- Lucía, ¿cómo se va a llamar?- le pregunta el abuelo. Lucía no responde, está juguetona y no hace caso a nadie.- Dime ¿cómo se llama?- repite chillando otra vez por si no ha entendido la pregunta… Lucía contesta: “¡Pili!”
-¿Pili?- repite extrañado el Bú, que es como Lucía ha llamado a su abuelo desde que le hacía pedorretas.
- Zi, Pili- y se ríe arrugando la nariz.
En ese momento Pili fue bautizada por Lucía y adoptada oficialmente por su abuelo para siempre.
Pili adora a ese abuelo que la salvó de la estantería y le dio un hogar tan divertido y feliz. Muchas veces se ha quedado a dormir en casa de los Bus y ha disfrutado de las socarronerías de aquel grandullón comedor de bombones de licor, mientras Lucía le mordía el dedo gordo del pie a mansalva. Pili tiene todos los dedos comidos y escucha divertida decir a su abuelo cuando Lucía le quita el vestido: “¡Ah! una mujer desnuda, fuera de mi vista!”. Es que su abuelo es un cachondo.
También a veces se enfada y le dice a la Bú “¡en esta casa hay un agujero negro donde todo se pierde!”. Por eso Pili no se despega de Lucía, no vaya a caer en uno de esos agujeros del abuelo.
- Nuchita, ¡esa niña huele mal!
- ¿Te has hecho?- le pregunta la Bú a Lucía , porque Pili es muy limpia y nunca se hace ni pis, ni pos.
A veces Lucía lleva a Pili colgando de los pies y ella, con su mirada fija, suplica al Bú que la coja, pero él está muy interesado viendo los toros, sentado cabeza abajo en su sillón con el puro y la copa de pacharán.
- ¡Prrrrrrrffffff! ¡Rocío quita a esa niña de en medio que es igualita que Bienvenida!- le dice a su hija pequeña, que le saca dos cuartas a Lucía y tres a Pili.
Pili y Lucía ríen juntas cuando el Bú, con una servilleta, hace un conejo parlanchín. Han sido muy felices con ese abuelo enorme que apuntaba para obispo, pero que antes de casarse con la iglesia decidió, afortunadamente, casarse con la abuela, Bú. Porque Bú y Bú hacen un tándem abuelil muy cómico y las niñas se lo pasan de rechupete, pues cuando uno hace, el otro deshace y así sucesivamente.
Por Violeta Abad








lunes, 28 de mayo de 2012

Fresca hierbabuena



Mi abuela Petra tenía un tiesto de hierbabuena en la cocina. Yo me comía las hojas, me encantaban. Y aunque se lo pelaba, nunca me regañó.
Mi abuela Petra tenía unos pechos enormes entre los que escondía una cadena de plata con muchas medallitas. Me gustaba rebuscar las medallas entre sus pechos tibios.
Su casa, muy pequeña, estaba llena de tesoros maravillosos. Había un reloj de péndulo colgado en la pared, que daba las horas, las medias y los cuartos. Cuando me quedaba a dormir allí oía el sereno y continuo tic-tac, además de las horas, las medias y los cuartos. Jamás he conseguido dormir tan plácidamente como en esa casa, arrullada por el reloj.
Algunas veces le traían una especie de hornacina con una virgen (no recuerdo cuál), que se quedaba allí varios días y a la que ponía velas. Después la recogía alguien de la parroquia para llevar a otra casa. Siempre me ha gustado el misterio de las velas.
En el pasillo había un cuadro de San Sebastián y otro de Santa Lucía, un poco tétricos; eso no me gustaba tanto, pero estaba acostumbrada. Tenía también una manta aterciopelada, cálida y mullida, que era más que suficiente en esa casa sin calefacción. Y un rosario de palo de rosa que le había traído mi padre de Roma, y que guardaba junto al primer diente de leche que se le cayó a su hijo.
Pero lo más atractivo a mis ojos asombrados era lo que guardaba en el fondo de un cajón del armario: unos pendientes y un anillo con aguamarinas, regalo de su marido, y que nunca vi que se pusiera. De hecho, nunca llevaba joyas. Siempre le pedía que me los enseñara, y me quedaba extasiada ante sus destellos azules. Me habría dado lo mismo si hubieran sido de cristal de botella, yo qué sabía… ¡brillaban tanto!
Cuando enviudó yo tenía 10 años. En su pena contenida, me hizo atisbar mi primera duda existencial. Pero esa es otra historia.
Mi abuela Petra tenía un corazón el doble de grande que sus pechos. Nunca, nunca la vi enfadada. En Navidad, en una juguetería de la calle Atocha, compraba a plazos los juguetes que con más ilusión habíamos pedido a los Reyes. Los caprichos que no nos daban en casa, ella los conseguía, a pesar de sus pocos medios. Era una abuela coraje, como fue una madre coraje. Un día me puse enferma en su casa, con mucha fiebre, y me devolvió a mis padres en sus brazos, envuelta en toallas, como un paquete precioso.
Le gustaba ir al cine con su marido a menudo, sobre todo por la noche, al Doré o al Monumental, para luego volver paseando con la fresquita. Y me contaba las películas que había visto -y que se podían contar, claro-. Así se fue formando mi universo romántico-cinematográfico, con La muerte tenía un precio, El Tulipán Negro, Pollyana y otras muchas que ahora no recuerdo.
Mi abuela Petra un día se fue. A reunirse con su marido, supongo, que se había ido hacía ya catorce años y vendría a buscarla con su habitual “Vamos, Petrilla”. Dejó una carta manuscrita, su testamento de cariño, para todos nosotros. Y ¡oh, sorpresa!, en ella decía que los pendientes y el anillo de aguamarinas eran para mí, su nieta mayor. Es el regalo más valioso que he recibido nunca, el que más me emociona.
También tengo su manta, que abriga mis noches de invierno. El reloj se perdió, lástima, habría sido la enseña de mi casa.
Mi abuela Petra sonríe y me abraza mientras escribo todo esto, lo sé. Como sé que me diría que no cuente estas tonterías. Pero no le voy a hacer caso.
Por Mª Antonia Macho*
*El abuelo de Miguelito abre sus puertas a las historias de abuelos de sus lectores. Cuéntanos, como Mª Antonia, algo de tu abuelo/a favorito.



martes, 22 de mayo de 2012

La abuela cumple 100 años


A veces no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia. A veces, la longevidad -el artista murió con casi noventa años- no es patrimonio de mentes y espíritus elevados. O sí. Tan elevados como el espíritu de una mujer que acaba de cumplir 100 años en Zamora, donde se fue a vivir desde su Tábara natal recién casada con su marido, del que enviudó recientemente. Podía haber sido una chica independiente, trabajadora en plena II República, representando un tipo de mujer adelantada a su tiempo. Podría haber acabado en el Partido Comunista, ser miliciana y exiliarse a Francia en la posguerra. Podría haber sido muchas de estas cosas si la vista no le hubiera fallado desde joven, lo que le hizo abandonar su profesión de telegrafista, oposición que había sacado adelante con todo su esfuerzo. Sin embargo, no por ello debemos pensar que no es nadie. Todo lo contrario. 14 hijos tuvo y los 11 que sobrevivieron son la prueba fehaciente de que fue y es alguien muy importante en sus vidas y en una historia, la suya, irrepetible. Porque en los pueblos de España hay historias así, de mujeres capaces de cocinar 11 tortillas de patata, 11 barras de pan, sendos pimientos fritos, chorizo y queso para que su prole pasara inolvidables domingos en el "pinar". Y es que sin esa mujer las vidas y los recuerdos de sus hijos, nietos y bisnietos, que ahora celebran sus sorprendentemente cabales 100 añazos, no serían lo mismo. A veces, no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia, basta con ser de Tábara, vivir muchos años y tener la memoria intacta para transmitir aquello que se ha vivido, para que nunca se pierda.


miércoles, 9 de mayo de 2012

¿Puedo tomar una stout?

Maurice Ready tiene dos hijos. Uno de ellos está casado y es padre de dos niñas; el otro, como ocurre en muchas familias irlandesas, es sacerdote. Ambos se turnan para visitarle en la residencia dos veces por semana cada uno, lo que lo convierte en uno de los ancianos más visitados. El que no es sacerdote se llama Maurice, como su padre, y viene una tarde entre semana, solo, y el sábado por la mañana con toda la familia. Sus hijas son dos angelitos rubios cuyas risas y juegos inundan de alegría toda la planta y ponen patas arriba la monótona existencia del resto de los residentes, tropezando con sillas de ruedas, escondiéndose detrás de andadores y tirando por los aires las bandejas de comida provenientes de la cocina. Es delicioso ver la sonrisa que se le pone a su abuelo cuando las ve aparecer por el pasillo y, lo mejor de todo, que le dura todo el día y hasta se va a dormir con ella puesta.
Damien es el hijo sacerdote de Maurice Ready. Nunca viene el fin de semana, tiene que dar misa. Él prefiere los lunes y los miércoles, a última hora de la tarde, a tiempo para acompañar a su padre en la cena, y darle el capricho de permitir que se beba una botella de cerveza negra bien fría que le trae escondida en el abrigo. Por supuesto, si le viera alguna de las monjas de la residencia se la quitaría ipso facto, no se permiten esos vicios bajo su techo, y mucho menos si están contraindicados con las medicinas que toma el anciano. Sin embargo, esto a Damien no le importa porque sabe que su padre espera la cerveza como el acontecimiento más placentero de la semana, junto a ver a sus nietas correr y revolverlo todo. Sin estas pequeñas cosas la cabeza hace mucho tiempo que habría dejado de funcionarle. Pero el caso es que le funciona muy bien. Hoy es uno de los días que no tiene visita y soy yo quien le hace compañía mientras cena e, incluso, le doy algún trozo de salchicha con el tenedor como si fuera un niño pequeño. No suele tener problemas para comer solo, pero algunas noches está especialmente torpe, ralentizado, y es mejor darle de cenar porque si no se acaba quedando dormido sobre el plato. Maurice me pregunta a qué se dedica mi padre. Es jubilado, le digo. Ya, pero antes, ¿qué era?, me vuelve a peguntar. Era empleado de banca, contesto. De repente, un destello de luz cruza momentáneamente sus pupilas que, ensanchándose, me sonríen. Entonces me empieza a contar que él trabajó toda su vida en el Bank of Ireland, que entró de botones muy joven y fue ascendiendo, y que era el mejor trabajo del mundo. ¿Mañana viene Damien?, cambia de tema. Supongo, porque es miércoles y no ha llamado para decir que no venía - Damien siempre avisa-, le digo. ¿Puedo tomar una stout*?, pregunta refiriéndose a una cerveza negra. No, mañana, respondo. Y sin mediar palabra cierra los ojos sonriendo de nuevo, haciéndome saber que tanto la conversación como la cena han terminado para él. Recojo la bandeja, le limpio la boca y le acomodo las almohadas antes de arroparle. Tras correr las cortinas y apagar la luz, me voy sin hacer ruido y, cuando ya estoy en la puerta, oigo a Maurice Ready decir a mi espalda: Que Dios bendiga a tu padre, salúdale de mi parte cuando le veas.

*Stout es el nombre que recibe en inglés la variedad de cerveza negra. Lager y Ale son las otras dos variedades: rubia y tostada, respectivamente.

viernes, 27 de abril de 2012

El encuadernador

 Imagen: Mediossociales

Hace mucho que no le veo. La última vez que se acercó por la oficina nadie le compró ni una sola libreta. La Navidad acababa de pasar y todos nos habíamos llevado un arsenal de libretitas para regalar a nuestros familiares. No eran especialemnte bonitas, eran pequeñas, carecían de cubiertas, sólo tenían una contraportada forrada de algún tipo de piel falsa, a veces marrón, otras verde o azul marino. Iban cosidas por arriba con una franja de tela y las hojas -todo un detalle- llevaban microperforado. Libretas simples para tener en casa a mano, apuntar un teléfono o la lista de la compra. Nada del otro mundo. El anciano que las vendía había trabajado toda su vida en un taller de encuadernación, de esos que existían en el siglo pasado, de esos que ya no quedan. Recuerdo uno en mi barrio, mi padre solía llevar a encuadernar allí las colecciones por fascículos que hacía con el periódico: Atlas de España, Atlas de Europa, Libro de Efemérides... en casa había varios. El taller no tenía ventanas que dieran a la fachada, sólo una puerta negra y un letrero sobre la pared blanca:"Encuadernación". 
Desconozco en qué taller trabajó toda su vida el anciano de las libretas, pero lo cierto es que ya no existía. El hombre parecía bastante mayor, no es que estuviera cascado, no. Era realmente mayor y, además, la cabeza no le funcionaba del todo bien. Sí para hacer las cuentas de lo que vendía y darte las vueltas, pero no para todo lo demás. Empezó viniendo una vez al mes, pero últimamente ya era una vez a la semana. Como nos daba mucha pena, casi siempre le comprábamos una libreta -por eso y porque sólo costaban un euro-, hasta el punto de que llegué a tener cinco libretas sin empezar sobre mi mesa. Portaba una mochila escolar y se recorría todas las oficinas del barrio, entregando su tarjeta -una fotocopia de 3x3 cm.- escrita a mano en la que se leía: Antonio González, Encuadernador. Se encuadernan y reparan todo tipo de libros. Y acontinuación, un teléfono fijo. Su aspecto era pobre, solía llevar la misma chaqueta raída, pantalón de lana y unas zapatillas de deporte que parecían heredadas. Andaba un poco encorvado, usaba unas gafas de culo de vaso muy anticuadas y siempre llevaba el pelo blanco peinado con raya a un lado. Era aseado, eso sí. Pero siempre contaba la misma historia: que estaba jubilado, que era viudo, que cobraba una pensión muy pequeña, que lo hacía todo él artesanalmente y que la cosa estaba muy mal. Siempre lo mismo. Algunas veces, si hacía poco que le habíamos visto y estábamos muy ocupados en la oficina, cuando llamaba al timbre fingíamos no estar y no le abríamos la puerta, para después retorcernos de remordimientos el resto del día.
Hace tiempo que no le veo y ya no trabajo en esa oficina, pero de vez en cuando me pregunto qué será de su vida, si seguirá encorvándose sobre una mesa a la luz de un flexo para fabricar esas libretas irregulares, cortadas con mal pulso y no demasiado bonitas; y, sobre todo, cómo viviría con esa pequeña pensión y los pocos euros que les sacase a las libretas.


viernes, 13 de abril de 2012

Viejos y abuelos

Foto: Pequesymas

En la biblioteca, hoy hay varios abuelos con sus nietos. Los niños tienen una semana de vacaciones por Pascua y los padres, evidentemente, no. Esto obliga a hordas de abuelitos más que cansados de hacer de "padres" postizos a sacar a los críos para que se entretengan. Me llama la atención especialmente uno cuyo nieto está algo crecidito. Rondará los once años, el niño. El abuelo claramente supera los ochenta. Las manchas oscuras en su calva y esa camisa de franela a cuadros por dentro de un pantalón de pana con la cintura a la altura del sobaco no dejan lugar a dudas: es un hombre de campo bastante mayor. Y además, valenciano-parlante. Un hombre de campo, claramente. Da cabezadas sobre la mesa mientras su nieto estudia o hace los deberes. Es curioso porque a esa edad yo iba sola a la biblioteca siempre que quería, pero los padres de ahora son más protectores que los de mi generación. La calle es más peligrosa, los niños menos inocentes... un niño de once años no puede cruzar dos calles para ir a estudiar a la biblioteca municipal a las 12 de la mañana. O eso parece. Y para que no le atraquen o le ofrezcan droga por la calle, lleva de guardaespaldas a su abuelo octogenario que se aburre como una ostra en la sala de lectura infantil. Y sin saber porqué, me pongo triste. Me apena que los abuelos sean tan mayores, porque recuerdo a los abuelos de mi época con mucha más vitalidad y alegría en el cuerpo, probablemente debido a que tenían diez años menos que los de ahora. porque las madres también tenían diez años menos que las de ahora. Mientras tanto, el niño ha recogido sus libros y se dirige hacia la puerta pegando saltos, en tanto su abuelo se pone la chaqueta y la boina de lana con parsimonia y, meticulosamente, coloca todas las sillas de la mesa antes de salir. El nieto hace ya un par de minutos que está en la calle arriesgándose a ser secuestrado por cualquier desalmado. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.

lunes, 9 de abril de 2012

A hombros, o con los pies por delante

¿Quién no recuerda a la entrañable Rose de Las Chicas de Oro? Cuando veíamos la serie en los años 80, Rose (Betty White) ya era mayor. O al menos eso le parecía a mis ojos de niña, y no andaba muy desencaminada, porque entonces la actriz los 60 ya no los cumplía. Esto lo descubrí hace un par de noches viendo un Saturday Night Live de 2010 con Betty White como artista invitada. Ni más ni menos que 88 años tenía cuando fue host del mítico programa, y 90 tiene ahora mientras combina un papel en la serie Póker de Reinas con el doblaje de dibujos animados en la recientemente estrenada Lórax: en busca de la trúfula perdida. Transmitiendo vitalidad a raudales, la entrañable Rose deleita al espectador con un monólogo enternecedor en el Saturday Night Live, donde repasa su trayectoria en televisión, desde sus inicios en Mary Tyler Moore -un pilar en la historia de las sitcoms- pasando por Las Chicas de Oro, Vacaciones en el Mar o Santa Bárbara, hasta un presente en el que no parece contemplar la jubilación. Hija de un vendedor que se trasladó a California desde Illinois en la Gran Depresión, Betty se casó tres veces, no tuvo hijos y vive con su golden retriever, Pontiac. Sin embargo, lo mejor de esta historia es cómo llegó a presentar el programa de humor neoyorquino en 2010. Y es que, tras varias ofertas que ella siempre rechazaba porque el programa le resultaba demasiado "New York style" para su perfil interpretativo, una campaña en Facebook llevó al productor Lorne Michaels a ofrecérselo por enésima vez. Al parecer, el grupo de Facebook "hagamos que Betty White presente Saturday Night Live" alcanzó el medio millón de miembros en poco tiempo. La sorprendida y halagada actriz octogenaria declaraba que no entendía muy bien eso del Facebook, que ella se había criado rodeada de cosas tan diferentes a esto que se le escapaba un poco, pero que estaba, aún así, muy agradecida por la inesperada acogida de la propuesta.

Cruzando el charco, en nuestro país también encontramos ejemplos de actrices que se mantienen o se han mantenido en activo superada la barrera de los 80. Bien sea precisamente por eso, porque se mantienen activas, o por los beneficios sobre el riego sanguíneo que tiene memorizar guiones; el caso es que las actrices son como los toreros: de los escenarios sólo salen a hombros o con los pies por delante.

miércoles, 4 de abril de 2012

¿Y tú ya tienes fisbul?

Foto: Acid Cow

- Entonces, ¿tú sabes lo que es un PDF?- escucho a mis espaldas en el autobús. Como la voz proviene de una persona mayor, presa de la curiosidad giro la cabeza disimuladamente para descubrir a dos ancianas (una de ellas realmente muy anciana) portando sendos maletines de... ¡portátil! Me restriego los ojos y vuelvo a mirar. Efectivamente, llevan ordenadores portátiles guardados en maletitas acolchadas de colores, de estas tan monas que venden ahora, que sujetan con celo en sus respectivos regazos. Con esta imagen debería cobrar sentido para mí la conversación que están teniendo, pero sigue resultándome cuanto menos insólita. - Pues será un programa de esos que hay, hija, yo no sé lo que es- contesta la otra mujer. - Es un documento porque el otro día mi nieto me envió uno por correo electrónico- asegura la primera anciana, la que tiene la duda. La otra le contesta muy convencida: - un documento es un documento, son todos iguales, no puede ser un documento-. Estoy disfrutando tanto de la conversación que no me atrevo a interrumpir para sacarlas de la duda. - Yo mañana lo pregunto a la profesora y nos quedamos tranquilas-. A la profesora... ¡entonces van a clase! Abuelas con portátiles en el autobús hablando de formatos de documento. Lo nunca visto. Conocía a las abuelas que llevan mochilas escolares con carrito y que se dirigen invariablemente a la piscina, donde hacen aquagym, una moda creciente entre las señoras mayores que ha dejado de ser minoritaria para convertirse en lo más normal del mundo, de hecho, lo raro es ver gente joven haciendo aquagym. Pero esto es otra historia... Detrás de mí la conversación toma tintes cada vez más divertidos: - ¿Y tú ya tienes fisbul de ese? a mí me ha hecho uno mi hija-. Ahogando una carcajada, me bajo del autobús porque he llegado a mi parada, una pena.

jueves, 15 de marzo de 2012

Mamá, la abuela está en la tele


- Mamá, ¿qué es ethno-pop?- preguntó la niña a su madre con la boca llena de pan con nocilla, mientras ésta planchaba la ropa. - No lo sé hija, qué cosas más raras preguntas- contestó la madre acompañando las palabras de su ya casi imperceptible acento ruso, doblando a duras penas una sábana de matrimonio. La niña volvió a la carga: - Mamá es que aparte de la abuela, yo no conozco a esas señoras-, la madre, desconcertada, levantó la cabeza de la tabla de planchar y miró hacia lo que tenía a su hija tan alucinada, para alucinar ella también en cuestión de segundos. - Esas señoras que están con la abuela en la tele, mamá, que no sé quiénes son- repitió la pequeña. En la televisión seis ancianas vestidas como si fueran matrioskas bailaban -o al menos lo intentaban, cada una a su ritmo- y cantaban una música endiablada, medio disco medio Kalinka, mientras eran aclamadas y su canción coreada por las centenas de personas que formaban el público de aquella gala televisiva. Su madre estaba en el centro y parecía la matrioska más chiquitina, la que está dentro de todas las demás y no sale hasta que abres la última. La estridente música no le permitió escuchar bien la letra, que estaba en inglés, aunque le pareció reconocer algunas palabras en udmurt, su lengua materna y la que todos hablaban en su pueblo, Buranovo. Cerró los ojos y los volvió a abrir para comprobar que se lo estaba imaginando. Pero no funcionó, las seis abuelas rusas seguían ahí meneando las faldas de sus trajes regionales. Buranovskiye Babushki, decían llamarse, e iban a representar a Rusia en Eurovisión. Se sentó, ojiplática, y miró a su hija que la miraba con naturalidad inusitada, como si ver a su abuela cantando por la tele vestida de matrioska fuera lo más normal del mundo. -No te preocupes Mamá, seguro que si no ganan, por lo menos quedarán segundas, ¡seguro!-. Y entonces aquella mujer rusa que ya llevaba más de diez años en España y hacía al menos dos que no volvía a su país, sintió pánico al imaginarse a sí misma en la tele, siendo entrevistada por alguno de esos odiosos presentadores de los programas del corazón españoles, y rezó por que a las Buranovskiye Babushki no les votara nadie. - Pero, ¿qué manía tienen ahora los abuelos con salir en la tele?-, preguntó a la pared. La niña se encogió de hombros y le dio otro mordisco al bocadillo al tiempo que coreaba con la boca llena: "party for everybody... come on and dance..."

jueves, 8 de marzo de 2012

A Mar le gusta el mar

La despertaron los primeros rayos de sol. Abrió la ventana y una leve brisa la despeinó. Decidió que iría a la playa, así, de repente. Vistiéndose con lo que tenía más a mano, salió de casa sin desayunar -ya tomaría un café con leche en alguna terraza del paseo- y echó a andar sin descanso hasta ver el mar. Hasta olerlo, hasta tocarlo con la punta de los dedos de los pies. Eso sería después de pisar la arena en lo que constituía la experiencia más maravillosa de año. Sus pies, pálidos como la cal tras meses escondidos de la luz del sol, se regocijaban de puro placer al entrar en contacto con el terciopelo templado de la arena. Eso era, como acariciar el fino terciopelo de la capa que un caballero medieval acabara de quitarse. Aún caliente por el roce de su piel, agradable y suave, acogedora. Una sensación sólo comparable al momento en que sus manos tomaban un puñado de aquella arena y la dejaban escurrirse entre los dedos muy despacio, grano a grano, para que el instante se hiciese eterno. El sonido del teléfono rompió la magia del momento. A Mar no le gustaba eso de los móviles, por ella no tendría ni teléfono fijo, pero su hija la necesitaba tener controlada a todas horas, era un martirio. Sin embargo, esta vez, no fue su hija. -Abuela- escuchó al otro lado de la línea -que hoy como contigo cuando salga del instituto- dijo su nieta -¿qué es ese ruido como de viento? ¿Dónde estás?- preguntó. Mar sabía que aquello era su hija hablando por boca de su nieta. -En la playa- contestó. La chiquilla hizo el intento de regañarla, pero no lo consiguió del todo -¿por qué te gusta tanto ir sola a la playa? cualquier día te pasa algo-, y Mar, sin pensárselo dos veces, le hizo a su nieta la declaración de principios más certera que era capaz. -A mi edad, lo que a una le gusta, hay que vivirlo intensamente porque nunca sabes cuándo va a ser la última vez-, y después de decirlo pensó que aquella afirmación se podía aplicar a cualquier edad, -a mi edad y a la tuya hija, a cualquier edad-. Mar no dijo nada más, colgó el teléfono, lo guardó en el bolso y se entregó al deleite de enterrarse a sí misma los pies, aplanando la arena con las manos cada vez que echaba un puñado.

jueves, 1 de marzo de 2012

Johnny Cash o la inmortalidad

I hurt myself today
to see if i still bleed,
i focus on the pain
the only thing that's real...

La voz rota, muy rota, de un anciano Johnny Cash desgrana la letra de un tema que no es suyo, pero parece escrito a su medida. Nine Inch Nails debieron de estar pensando en el bueno de Cash cuando compusieron Hurt. A medida que avanza la canción es como si esa voz ganase en tremor al compás de un piano in crescendo hasta alcanzar un punto álgido en el que, si no se te ponen los pelos de punta, es que estás muerto. Puedo imaginar al hombre de negro perplejo ante la propuesta del productor Rick Rubin en los estudios de American Recordings -¿Nine Inch qué?- preguntaría el rey del folk -Nine Inch Nails y Depeche Mode y U2- respondería el visionario Rubin. -U2, a esos los conozco- diría Cash. Y juntos se lanzarían a la aventura de grabar algunas de las versiones más maravillosas de la historia, porque en la voz de Johnny todo suena desgarrado y huele a güisqui y a anfetas, a América profunda, a profunda tristeza existencial. En la cuerda Floja (Walk the line), la película que en 2005 le valió un Oscar a Reese Witherspoon -y sorprendentemente no a Joaquim Phoenix-, me descubrió a un cantautor que, confieso con vergüenza, había pasado por alto. Me enamoré de ese Cash anciano, que enternece y entristece a partes iguales, y de esa mujer, la suya, June Carter, que estuvo a su lado hasta el final a pesar de que él siempre fue un yonki. Juntos se me metieron muy dentro cantando ese Bridge Over Troubled Waters, que no es sino un reflejo de sus vidas, en un momento en que yo misma necesitaba que alguien me tendiera un puente bajo los pies, donde lo que había era un abismo. El pasado domingo Johnny Cash hubiera cumplido 80 años, como mi padre, que tampoco sabía quiénes eran Depeche Mode. A los dos les declaro mi más sincera admiración: estéis donde estéis, se os echa de menos.

Johnny Cash nació el 26 de febrero de 1932 en Kingsland, Arkansas, y murió el 12 de septiembre de 2003 en Nashville, Tenesse, cuatro meses después que su esposa June Carter. El compositor de Hurt, Trent Reznor (Nine Inch Nails) afirma que no ha vuelto a escuchar su propia versión del tema desde que escuchó la de Cash.

viernes, 17 de febrero de 2012

Aventura en el centro de salud

Me he cambiado de barrio y ayer fui al médico por primera vez. Al entrar en el Centro de Salud me asaltan las dudas sobre mi nueva doctora: ¿será joven? ¿será una rancia? ¿me escuchará? ¿será de los que mandan medicamentos sin ton ni son o le irá más el rollo new wave? y lo que es más importante: ¿estará su consulta saturada de pacientes? La respuesta me llega a cinco metros de la puerta. Aquella donde más gente hay esperando, y más mayores son. Ésa es la consulta de mi doctora. Genial. Tengo un poco de fiebre y me encuentro fatal, así que resuelvo sentarme pacientemente mientras trato de sumar la edad de las diez personas que hay esperando para ser atendidos. Veamos... ochenta y tres más setenta y cinco más noventa y ocho más ochenta y dos más... soy de letras y enseguida me pierdo. Para entretenerme decido leer los típicos carteles que hay en todos los centros de salud y descubro uno tan hilarante como descorazonador: "Prohibido fumar en todo el centro. Multa: 500.000 pesetas". Huelga decir que la señal de prohibido del cartel hace muchos años que dejó de ser roja y se convirtió en una suerte de color crema. Y lo mejor, junto al importe de la multa alguien ha escrito con boli azul "3.000 euros". Genial. Estoy por hacerle la prueba del carbono catorce.
La fiebre me está subiendo, aún no han entrado ni dos personas y creo que ya llevo media hora esperando. En este intervalo de tiempo que se me ha hecho eterno, una anciana ciega se ha acercado a la puerta de la consulta con la intención de que los que estamos esperando le permitamos hacerle una inocente pregunta a la doctora. Por supuesto no le vamos a negar el favor a una anciana ciega. Todos los pacientes se muestran diligentes al mismo tiempo que comentan entre dientes el morro que tiene y lo triste que es envejecer tan mal -y lo dicen los mismos que me han hecho perder la cuenta de sus edades hace un rato, con dos cojones-. La anciana se enreda, no se entera de lo que le dice la doctora y despotrica a grito pelao desobedeciendo otro de los carteles del Pleistoceno que adornan la pared, concretamente el de la enfermera que se lleva el dedo a la boca en gesto de "SSSSSSSSS". Entre pitos y flautas han pasado 45 minutos, yo debo de tener 38,5 y no tengo la menor idea de cuándo me va a tocar. Cierro los ojos y trato de no prestar atención a la mujer ciega que ahora está diciendo no sé qué de las manifestaciones en la Plaza del Ayuntamiento. Veinte minutos después la estridente voz de mi nueva y flamante doctora me sobresalta a través de un altavoz asesino, adaptado a la capacidad auditiva de sus pacientes, se conoce. Me está llamando. Logro atravesar la puerta evitando que se me cuelen otras dos señoras más que vienen a preguntar dios sabe qué -empiezo a pensar que mi doctora es como El Padrino- y me siento a explicarle lo que me pasa. Quince segundos -no veinte ni treinta ni un minuto- y estoy fuera de la consulta con cinco recetas en mi poder. Madre mía, no sé si cambiar de doctora o de planeta.

viernes, 10 de febrero de 2012

A la fresca

Foto: EFE/Manuel Bruque en RTVE

Un niño detrás de una pelota, un perro vagabundo, nada. Diez minutos, veinte, treinta... nada. Amparo llevaba toda la mañana sentada junto a la ventana del piso nuevo de su hija, donde ahora vivía, y sólo había visto pasar tres almas, el perro una de ellas. Se aburría mucho cuando se iban a trabajar porque apenas tenían vecinos y ni siquiera la calle estaba urbanizada en aquel lugar a las afueras de la ciudad. Un mes antes Amparo aún se sentaba "a la fresca" en la puerta de su casa del Cabanyal a ver pasar a la gente del barrio, que en ocasiones se paraba unos minutos a charlar, siempre de lo mismo en los últimos años -No nos pueden echar... el Gobierno tiene que parar los derribos... bla bla bla-. Finalmente había sucedido. Una mañana llegaron las máquinas y acabaron con todo. Con su casa y la de Felisa, que hacía un año que sus hijos la habían metido en una residencia. A ella no, porque estaba muy bien de la cabeza y se manejaba sola, aunque ya no le dieran las piernas para irse andando hasta la orilla de la Malvarrosa como hacía cuando se jubiló. Después vino lo de los derribos y la incertidumbre diaria por el momento inminente de un desalojo que nunca parecía llegar del todo. Hasta que llegó. Amparo agradecía a Dios que se llevara a su marido antes de aquello, que le evitara el sufrimiento de presenciar el derrumbe de todo lo que fue su vida. Su casita con azulejos en la fachada y la virgen del Carmen, protectora de los marineros, en una ornacina sobre la puerta. Suspiró y comenzó a tejer. Para no pensar.

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sábado, 4 de febrero de 2012

El hombre del escarabajo rojo

Acababa de apearse de su escarabajo rojo recién salido del taller y estiraba sus doblemente entumecidas piernas -por la edad y por los 450 kilómetros de viaje-, cuando se le acercó un muchacho que había aparcado un magnífico ejemplar amarillo del año 69. -¿Usted no es Matías, el miliciano?- Eso le dijo, así, a bocajarro. -Depende de quién lo pregunte- respondió quien efectivamente era Matías, el miliciano. No era una pregunta que le hiciesen habitualmente, al menos no antes de que su retrato apareciera en uno de los periódicos de mayor tirada junto a la historia de su vida, una vida de guerra, penurias, hambre, prisión y trabajos forzados. Una vida que se esforzó por contarle a aquel periodista tres años antes, que no por recordarla, pues olvidar lo que se dice olvidar, no iba a olvidarlo nunca. Su madre no le dejó alistarse a los dieciséis y gracias a eso se libró de la matanza de diez milicianos de las Juventudes Socialistas a manos de las tropas italianas en Gajanejos (Guadalajara), a finales del 36; sin embargo, su cabezonería y la pobreza pudieron con el afán de protección de su progenitora y en el 37 se enroló y luchó en Teruel unos meses, para partir después hacia aquel pueblo de Guadalajara donde continuaban los combates. Donde, de hecho, continuaron los combates toda la guerra. Matías lo recuerda todo con claridad meridiana, y nunca olvida una cara ni un nombre. Por eso le escamó la pregunta del chaval del escarabajo amarillo, que seguía ahí frente a él esperando una respuesta. -Mire, es que le vi en el periódico hace un par de años y quería que supiese que estoy con ustedes en el tema de buscar a los muertos por la dictadura y tal...-. Matías le miró con gesto de encoger los hombros, pero sin llegar a hacerlo. -Soy de Orba y mi abuelo era falangista... concejal de obras públicas... quería que lo supiera-. El anciano de 91 años que es capaz de conducir kilómetros en su escarabajo rojo para no perderse una concentración acababa de envejecer cincuenta años, y eso que a su edad es difícil parecer más viejo. La posguerra en su pueblo natal, Orba, fue un calvario gracias a los alcaldes de la Falange que se sucedieron tras su liberación del antiguo sanatorio-prisión de Portaceli. Todo esto y muchas más cosas le había contado al periodista que escribió el artículo que le haría famoso en toda la comarca de la Marina Alta, pero encontrarse cara a cara con el nieto de uno de sus torturadores era algo que no cabía en sus planes.
-Pues no sé que decirte, muchacho, no sé qué esperas que te diga- le dijo, sin demasiada convicción. -No espero nada, señor Matías, solo que sepa que estoy con usted, con todos ustedes. Que yo no soy mi abuelo-. Un ligerísimo "gracias" se escapó de entre sus labios. Juan Matías Marhuenda, el último miliciano vivo del batallón Alicante Rojo se había roto por dentro una vez más. Ya no está a salvo de su pasado ni en las concentraciones de beetles. Y es que ahora que todo está saliendo a la luz de nuevo, desearía no haber vivido tantos años con tal de no presenciar el vergonzoso espectáculo de un país que no es capaz de reparar a las víctimas de una guerra que, 75 años después, aún no ha terminado.

Este texto es un relato ficcionado basado en la historia de Juan Matías Marhuenda publicada en El País, edición Comunidad Valenciana, en 2009.

viernes, 27 de enero de 2012

Mucho mundo por ver


Nunca he visitado el Polo Norte, nunca he estado en la Antártida, en el Himalaya o en la selva amazónica y no sé si tendré la oportunidad de hacerlo alguna vez en mi vida. Tiendo a pensar que si no lo hago ahora que soy joven, jamás lo haré. Sin embargo, hay un hombre que a los 60 años se convirtió en el narrador de documentales de naturaleza más importante del mundo, viajando a estos lugares para rodar algunos de los mejores que existen. Me refiero, por supuesto, a Sir David Attemborough, cuyo espíritu aventurero es tan inconsciente de su edad que le llevó en 2011 a viajar por primera vez en su vida al punto más extremo del Polo Norte, para narrar de primera mano fenómenos naturales espectaculares que pocas veces se muestran. Frozen Planet es una serie de documentales producidos por la BBC y presentados por David Attemborough in situ a sus 85 años. Dice que conoció la Antártida hace 17 años, pero que nunca había ido al Polo Norte, y claro, no se iba a quedar sin ir. Para plantarse de pie en pleno Océano Ártico congelado -tal y como aparece en la foto- al norte de Rusia, tuvo que trasladarse en un helicóptero y prácticamente dejarse caer sin que éste llegara a aterrizar en el hielo. Verle en la soledad más absoluta, en medio de la inmensa y hostil blancura del océano helado provoca una mezcla de ternura, admiración y envidia, mucha envida. Con su chaquetón térmico, sus guantes gordísimos, su gorro de lana y esa sonrisa de indescriptible satisfacción debajo de un bigote también completamente blanco. Mirándole pienso que puede morirse en cualquier momento ahí mismo, en medio del hielo, antes de que al cámara que está dentro del helicóptero desde el que se rueda la escena le de tiempo a reaccionar. Y, sin embargo, a él no parece preocuparle estar a -60ºC en el lugar más inhóspito de la tierra a sus 85 años, ¡qué le va a preocupar! al contrario, su cara nos dice que está haciendo lo que más le gusta y que no piensa abandonar por mucha artrosis que tenga. Un crack, Sir David Attemborough. Pido un aplauso para él y que le dure la energía muchos años más.

jueves, 19 de enero de 2012

Lo peor que puedes hacer en una guerra es dejar tu casa


El Cuervo es un pequeñísimo pueblo de Teruel, pero no lo parece porque está pegado al Rincón de Ademuz, una región de la provincia de Valencia que tampoco lo parece. Al Cuervo se llega atravesando el Rincón, que recuerda a la Galia de Astérix porque es una comarca aislada entre provincias a las que no pertenece. Dejando atrás Castielfabib, un pueblo precioso con una iglesia colgada de una loma, se accede a El Cuervo por una carreterita sin arcén con montaña a un lado y precipicio al otro, de esas que cuando te cruzas un coche ves tu vida pasar en un segundo. Esta carreterita es el único acceso decente al pueblo si vienes de Valencia. Si vienes de Teruel, la cosa empeora porque la otra carretera, la que viene desde Tormón, ni siquiera está asfaltada en el último tramo. Y allí, en una plaza junto a dos olmos, vive Martina Muñoz a solas con sus recuerdos de posguerra que no tienen precio. Dispuesta siempre a contar historias de la guerra, Martina regenta una casa rural aneja a su propia casa. Con mucha ilusión, su marido la animó a convertir aquel inmueble de la familia en alojamiento rural. Ella no tenía muchas ganas, pero accedió y, ahora que falta su marido, no se siente capaz de traicionar su memoria cerrándola, a pesar de que sus 83 años le encorvan la espalda 90 grados. Tampoco tiene a quién legársela. No tuvo descendencia y sólo le queda una sobrina -cosas que pasan en los pueblos- con la que apenas se habla.

Conversar con ella es como leer una novela. Su padre fue molinero y su madre, una maestra de pueblo afiliada a la CNT. Cuando las cosas se pusieron feas, en plena Guerra Civil, decidieron emigrar a Valencia donde tenían familia. Cuenta Martina que por el camino, cerca de Utiel, una patrulla del ejército republicano les dio el alto para registrar su coche. En la maleta les encontraron un crucifijo -que su madre fuese anarquista no significa que su padre no pudiera creer en Dios- y se llevaron a su padre aparte. Martina, que era una niña, creyó entonces que lo iban a fusilar, como había visto hacer ya varias veces en su pueblo aquellos años por parte de ambos bandos; sin embargo, no sabe cómo porque era una niña, les permitieron continuar su viaje y así consiguieron llegar a Valencia. "En una guerra lo peor que puedes hacer es moverte de tu casa" dice Martina, "allí lo tienes todo: tu vida, comida, gente que te pueda ayudar... es un error marcharse". Después de la guerra volvieron al pueblo y, de aquella época en que Martina ya era una jovencita, tiene montones de historias de maquis. Porque muy cerca del pueblo está el Pinar del Ródeno, en la sierra de Albarracín, donde asegura que se refugiaban 15 ó 20. Los maquis solían bajar al pueblo a robar ganado mientras que los lugareños, bien por miedo, bien por afinidad, les dejaban hacer. Sólo hubo una denuncia de robo, la del alcalde, y fue la última. Martina Muñoz recuerda cómo los maquis bajaron al Cuervo y mataron al alcalde y a su hija adolescente en la puerta de su propia casa. Como no podía ser de otro modo, la Guardia Civil preparó una emboscada en el monte y acabó con la vida de los 15 ó 20 maquis del Ródeno. Martina no entendió hasta entonces para qué quería un pueblo de 100 habitantes un cuartel con 12 guardias civiles. Hoy en día sólo quedan los restos de aquel cuartel donde ahora hay apenas un guardia. Taciturna, Martina calla de pronto, ya ha hablado bastante. Saca de una bolsa de ganchillo las agujas y la lana y se pone a tejer. "Dice el médico que no me viene nada bien quedarme haciendo punto hasta las dos de la madrugada, pero es que no tengo sueño por las noches y total, para lo que me queda en el convento..."

Conocí a Martina Muñoz en agosto de 2007. No he vuelto a saber de ella ni sé si aún vivirá -obviamente, no está en las redes sociales-. Su testimonio es el de toda una generación que vivió la guerra y de los que ya quedan muy pocos. Lo escribo porque no soporto que abandonen este mundo quienes pueden contarlo de primera mano.

martes, 10 de enero de 2012

Asunción sabe latín

Siempre había sido tan de ciencias que no podía imaginarse a sí misma estudiando idiomas. Hasta que su hijo le dijo un día: "mamá, pero si tú sabes latín". Y era verdad, algo de latín sabía, pero, sobre todo, se aburría mucho. Asunción fue toda su vida profesora de Física, un auténtico hueso para cualquier alumno de bachillerato. Su marido, que era muy de letras, siempre le dijo que si había una profesora odiada en el instituto, probablemente ésa era ella. Casi siete años habían pasado desde que se jubiló, y las novelas pendientes, leer el periódico por las mañanas y pasear con su perra por el parque ya no era suficiente. Asun necesitaba algún aliciente más que alimentase su intelecto, tan habituado a resolver problemas aplicando endiabladas fórmulas que su marido no entendía. Por eso se apuntó a la escuela de idiomas con su hijo hace tres años, con quien acude a clase de portugués dos días a la semana. Comparten libro de texto y risas cuando les toca hablar -ambos pronuncian igual de mal esa fonética sibilante y cantarina-, aunque últimamente Fernando se sienta muchos días con la chica de pelo corto. Se llevan bien y Asun espera que sea soltera, porque desde que se divorció y volvió a casa, su hijo no levanta cabeza y ella está deseando que decida irse de una vez, que ya tiene 38 años. Esos días Asun se sienta con Amparo, también maestra jubilada, pero mucho más joven que ella. Ambas son las preferidas de la profesora, una chica encantadora y guapísima de padre portugués y larga melena azabache. Asun ha descubierto que, además de latín, sabe mucha gramática española, porque recuerda perfectamente los tiempos verbales y las normas de acentuación que sus jóvenes compañeros de clase han olvidado a pesar de haberlos estudiado mucho más tarde que ella. -Será que los viejos tenemos mucha memoria pasada- se dice a menudo, -o será que sé latín-.

jueves, 5 de enero de 2012

Los trenes cuando el abuelo era niño

Carta de El abuelo de Miguelito desde las estrellas

En los años 40 los trenes se dividían en tres clases: en los coches de tercera clase cada departamento, sin puerta alguna, tenía asientos para diez ocupantes, y la dura madera de los mismos había sido cubierta con una leve gutapercha, así como la parte destinada a reposar la cabeza; los coches de segunda clase, más cómodos, albergaban ocho asientos con tapizado mullido, y los departamentos ya tenían una puerta corredera; en cuanto a los de primera clase, con departamentos también con puerta, ya eran el colmo de la comodidad, con sus seis asientos, verdaderas butacas extensibles, siempre que no se molestase al viajero sentado enfrente. También había algunos coches cama, muy escasos, que no explotaba RENFE, sino la Compagnie International des Wagons Lits.

Las ventanillas de aquellos viejos vagones se abrían en guillotina, con una cinta de lona sujeta en la parte inferior, con la que se hacía subir o bajar la hoja acristalada, que una vez subida se encajaba en el alféizar de la ventana. Era cómico ver apresurarse a los viajeros a cerrar todas las ventanillas al entrar el tren en un túnel, lo que suministraba grandes dosis de carbonilla.

En las estaciones de las localidades en las que existía algún producto típico, se voceaba y se vendía con buen éxito a los viajeros en tránsito. Así, se pregonaba en Las Navas del Marqués “¡leche fresquita de Las Navas!”, que se vendía en unos pocillos de barro de medio litro. Más adelante, en Ávila, aparecían las “yemas de Santa Teresa”, y después las “ricas mantecadas de Astorga”, y en León los “nicanores de Boñar”. En otras líneas ferroviarias no podían faltar los “piñones tostados de Valladolid”, cuya cáscara había que terminar por abrir introduciendo la punta aplastada de un clavo en la ranura abierta, o bien, en Reinosa, las “exquisitas pantortillas” de deliciosa masa de hojaldre impregnadas de dulce mantequilla. Hacia el sur se ofrecían fresas y espárragos de Aranjuez, las “tortas de Alcázar” y las “tortas sevillanas de aceite”, sin faltar en la zona de Aragón los “adoquines” de Calatayud, enormes y durísimos caramelos que había que degustar rompiéndolos en pedazos más pequeños, y cómo no, los deliciosos bombones de las “frutas de Aragón”.

En los trayectos cortos, especialmente entre Madrid y la Sierra, era frecuente la organización de rifas, en las que se sorteaba un pollo, o un juego de sábanas, y en los días próximos a la Navidad, un lote de algunos turrones y una botella de Anís de la Asturiana y otra de coñac Fundador. Los boletos para participar eran pequeños naipes recortados de una baraja de papel, que usaban los niños para jugar, al precio de cinco céntimos (de peseta) cada uno, que en una baraja de cincuenta y dos cartas suponía una recaudación de doscientos sesenta céntimos (unas 26 pesetas) para un premio de apenas diez pesetas. El premio se otorgaba por el sencillo procedimiento de que “una mano inocente” cortase una baraja, adjudicando el premio a la carta aparecida.

Esto no ocurría en los trenes de lujo, que en aquella época eran el Sudexpress de Irún, el Expreso Rías Bajas, el Lusitania Express, el Francia-Cataluña-Aragón, el Expreso de Andalucía o el Tren del Azahar, que llevaban un coche restaurant de Wagons Lits y ofrecían un menú lleno de exquisiteces, y hasta una pequeña pero escogida bodega. Eso sí, su coste era de unas trescientas pesetas, una auténtica fortuna para la España de posguerra.