viernes, 27 de enero de 2012

Mucho mundo por ver


Nunca he visitado el Polo Norte, nunca he estado en la Antártida, en el Himalaya o en la selva amazónica y no sé si tendré la oportunidad de hacerlo alguna vez en mi vida. Tiendo a pensar que si no lo hago ahora que soy joven, jamás lo haré. Sin embargo, hay un hombre que a los 60 años se convirtió en el narrador de documentales de naturaleza más importante del mundo, viajando a estos lugares para rodar algunos de los mejores que existen. Me refiero, por supuesto, a Sir David Attemborough, cuyo espíritu aventurero es tan inconsciente de su edad que le llevó en 2011 a viajar por primera vez en su vida al punto más extremo del Polo Norte, para narrar de primera mano fenómenos naturales espectaculares que pocas veces se muestran. Frozen Planet es una serie de documentales producidos por la BBC y presentados por David Attemborough in situ a sus 85 años. Dice que conoció la Antártida hace 17 años, pero que nunca había ido al Polo Norte, y claro, no se iba a quedar sin ir. Para plantarse de pie en pleno Océano Ártico congelado -tal y como aparece en la foto- al norte de Rusia, tuvo que trasladarse en un helicóptero y prácticamente dejarse caer sin que éste llegara a aterrizar en el hielo. Verle en la soledad más absoluta, en medio de la inmensa y hostil blancura del océano helado provoca una mezcla de ternura, admiración y envidia, mucha envida. Con su chaquetón térmico, sus guantes gordísimos, su gorro de lana y esa sonrisa de indescriptible satisfacción debajo de un bigote también completamente blanco. Mirándole pienso que puede morirse en cualquier momento ahí mismo, en medio del hielo, antes de que al cámara que está dentro del helicóptero desde el que se rueda la escena le de tiempo a reaccionar. Y, sin embargo, a él no parece preocuparle estar a -60ºC en el lugar más inhóspito de la tierra a sus 85 años, ¡qué le va a preocupar! al contrario, su cara nos dice que está haciendo lo que más le gusta y que no piensa abandonar por mucha artrosis que tenga. Un crack, Sir David Attemborough. Pido un aplauso para él y que le dure la energía muchos años más.

jueves, 19 de enero de 2012

Lo peor que puedes hacer en una guerra es dejar tu casa


El Cuervo es un pequeñísimo pueblo de Teruel, pero no lo parece porque está pegado al Rincón de Ademuz, una región de la provincia de Valencia que tampoco lo parece. Al Cuervo se llega atravesando el Rincón, que recuerda a la Galia de Astérix porque es una comarca aislada entre provincias a las que no pertenece. Dejando atrás Castielfabib, un pueblo precioso con una iglesia colgada de una loma, se accede a El Cuervo por una carreterita sin arcén con montaña a un lado y precipicio al otro, de esas que cuando te cruzas un coche ves tu vida pasar en un segundo. Esta carreterita es el único acceso decente al pueblo si vienes de Valencia. Si vienes de Teruel, la cosa empeora porque la otra carretera, la que viene desde Tormón, ni siquiera está asfaltada en el último tramo. Y allí, en una plaza junto a dos olmos, vive Martina Muñoz a solas con sus recuerdos de posguerra que no tienen precio. Dispuesta siempre a contar historias de la guerra, Martina regenta una casa rural aneja a su propia casa. Con mucha ilusión, su marido la animó a convertir aquel inmueble de la familia en alojamiento rural. Ella no tenía muchas ganas, pero accedió y, ahora que falta su marido, no se siente capaz de traicionar su memoria cerrándola, a pesar de que sus 83 años le encorvan la espalda 90 grados. Tampoco tiene a quién legársela. No tuvo descendencia y sólo le queda una sobrina -cosas que pasan en los pueblos- con la que apenas se habla.

Conversar con ella es como leer una novela. Su padre fue molinero y su madre, una maestra de pueblo afiliada a la CNT. Cuando las cosas se pusieron feas, en plena Guerra Civil, decidieron emigrar a Valencia donde tenían familia. Cuenta Martina que por el camino, cerca de Utiel, una patrulla del ejército republicano les dio el alto para registrar su coche. En la maleta les encontraron un crucifijo -que su madre fuese anarquista no significa que su padre no pudiera creer en Dios- y se llevaron a su padre aparte. Martina, que era una niña, creyó entonces que lo iban a fusilar, como había visto hacer ya varias veces en su pueblo aquellos años por parte de ambos bandos; sin embargo, no sabe cómo porque era una niña, les permitieron continuar su viaje y así consiguieron llegar a Valencia. "En una guerra lo peor que puedes hacer es moverte de tu casa" dice Martina, "allí lo tienes todo: tu vida, comida, gente que te pueda ayudar... es un error marcharse". Después de la guerra volvieron al pueblo y, de aquella época en que Martina ya era una jovencita, tiene montones de historias de maquis. Porque muy cerca del pueblo está el Pinar del Ródeno, en la sierra de Albarracín, donde asegura que se refugiaban 15 ó 20. Los maquis solían bajar al pueblo a robar ganado mientras que los lugareños, bien por miedo, bien por afinidad, les dejaban hacer. Sólo hubo una denuncia de robo, la del alcalde, y fue la última. Martina Muñoz recuerda cómo los maquis bajaron al Cuervo y mataron al alcalde y a su hija adolescente en la puerta de su propia casa. Como no podía ser de otro modo, la Guardia Civil preparó una emboscada en el monte y acabó con la vida de los 15 ó 20 maquis del Ródeno. Martina no entendió hasta entonces para qué quería un pueblo de 100 habitantes un cuartel con 12 guardias civiles. Hoy en día sólo quedan los restos de aquel cuartel donde ahora hay apenas un guardia. Taciturna, Martina calla de pronto, ya ha hablado bastante. Saca de una bolsa de ganchillo las agujas y la lana y se pone a tejer. "Dice el médico que no me viene nada bien quedarme haciendo punto hasta las dos de la madrugada, pero es que no tengo sueño por las noches y total, para lo que me queda en el convento..."

Conocí a Martina Muñoz en agosto de 2007. No he vuelto a saber de ella ni sé si aún vivirá -obviamente, no está en las redes sociales-. Su testimonio es el de toda una generación que vivió la guerra y de los que ya quedan muy pocos. Lo escribo porque no soporto que abandonen este mundo quienes pueden contarlo de primera mano.

martes, 10 de enero de 2012

Asunción sabe latín

Siempre había sido tan de ciencias que no podía imaginarse a sí misma estudiando idiomas. Hasta que su hijo le dijo un día: "mamá, pero si tú sabes latín". Y era verdad, algo de latín sabía, pero, sobre todo, se aburría mucho. Asunción fue toda su vida profesora de Física, un auténtico hueso para cualquier alumno de bachillerato. Su marido, que era muy de letras, siempre le dijo que si había una profesora odiada en el instituto, probablemente ésa era ella. Casi siete años habían pasado desde que se jubiló, y las novelas pendientes, leer el periódico por las mañanas y pasear con su perra por el parque ya no era suficiente. Asun necesitaba algún aliciente más que alimentase su intelecto, tan habituado a resolver problemas aplicando endiabladas fórmulas que su marido no entendía. Por eso se apuntó a la escuela de idiomas con su hijo hace tres años, con quien acude a clase de portugués dos días a la semana. Comparten libro de texto y risas cuando les toca hablar -ambos pronuncian igual de mal esa fonética sibilante y cantarina-, aunque últimamente Fernando se sienta muchos días con la chica de pelo corto. Se llevan bien y Asun espera que sea soltera, porque desde que se divorció y volvió a casa, su hijo no levanta cabeza y ella está deseando que decida irse de una vez, que ya tiene 38 años. Esos días Asun se sienta con Amparo, también maestra jubilada, pero mucho más joven que ella. Ambas son las preferidas de la profesora, una chica encantadora y guapísima de padre portugués y larga melena azabache. Asun ha descubierto que, además de latín, sabe mucha gramática española, porque recuerda perfectamente los tiempos verbales y las normas de acentuación que sus jóvenes compañeros de clase han olvidado a pesar de haberlos estudiado mucho más tarde que ella. -Será que los viejos tenemos mucha memoria pasada- se dice a menudo, -o será que sé latín-.

jueves, 5 de enero de 2012

Los trenes cuando el abuelo era niño

Carta de El abuelo de Miguelito desde las estrellas

En los años 40 los trenes se dividían en tres clases: en los coches de tercera clase cada departamento, sin puerta alguna, tenía asientos para diez ocupantes, y la dura madera de los mismos había sido cubierta con una leve gutapercha, así como la parte destinada a reposar la cabeza; los coches de segunda clase, más cómodos, albergaban ocho asientos con tapizado mullido, y los departamentos ya tenían una puerta corredera; en cuanto a los de primera clase, con departamentos también con puerta, ya eran el colmo de la comodidad, con sus seis asientos, verdaderas butacas extensibles, siempre que no se molestase al viajero sentado enfrente. También había algunos coches cama, muy escasos, que no explotaba RENFE, sino la Compagnie International des Wagons Lits.

Las ventanillas de aquellos viejos vagones se abrían en guillotina, con una cinta de lona sujeta en la parte inferior, con la que se hacía subir o bajar la hoja acristalada, que una vez subida se encajaba en el alféizar de la ventana. Era cómico ver apresurarse a los viajeros a cerrar todas las ventanillas al entrar el tren en un túnel, lo que suministraba grandes dosis de carbonilla.

En las estaciones de las localidades en las que existía algún producto típico, se voceaba y se vendía con buen éxito a los viajeros en tránsito. Así, se pregonaba en Las Navas del Marqués “¡leche fresquita de Las Navas!”, que se vendía en unos pocillos de barro de medio litro. Más adelante, en Ávila, aparecían las “yemas de Santa Teresa”, y después las “ricas mantecadas de Astorga”, y en León los “nicanores de Boñar”. En otras líneas ferroviarias no podían faltar los “piñones tostados de Valladolid”, cuya cáscara había que terminar por abrir introduciendo la punta aplastada de un clavo en la ranura abierta, o bien, en Reinosa, las “exquisitas pantortillas” de deliciosa masa de hojaldre impregnadas de dulce mantequilla. Hacia el sur se ofrecían fresas y espárragos de Aranjuez, las “tortas de Alcázar” y las “tortas sevillanas de aceite”, sin faltar en la zona de Aragón los “adoquines” de Calatayud, enormes y durísimos caramelos que había que degustar rompiéndolos en pedazos más pequeños, y cómo no, los deliciosos bombones de las “frutas de Aragón”.

En los trayectos cortos, especialmente entre Madrid y la Sierra, era frecuente la organización de rifas, en las que se sorteaba un pollo, o un juego de sábanas, y en los días próximos a la Navidad, un lote de algunos turrones y una botella de Anís de la Asturiana y otra de coñac Fundador. Los boletos para participar eran pequeños naipes recortados de una baraja de papel, que usaban los niños para jugar, al precio de cinco céntimos (de peseta) cada uno, que en una baraja de cincuenta y dos cartas suponía una recaudación de doscientos sesenta céntimos (unas 26 pesetas) para un premio de apenas diez pesetas. El premio se otorgaba por el sencillo procedimiento de que “una mano inocente” cortase una baraja, adjudicando el premio a la carta aparecida.

Esto no ocurría en los trenes de lujo, que en aquella época eran el Sudexpress de Irún, el Expreso Rías Bajas, el Lusitania Express, el Francia-Cataluña-Aragón, el Expreso de Andalucía o el Tren del Azahar, que llevaban un coche restaurant de Wagons Lits y ofrecían un menú lleno de exquisiteces, y hasta una pequeña pero escogida bodega. Eso sí, su coste era de unas trescientas pesetas, una auténtica fortuna para la España de posguerra.


lunes, 2 de enero de 2012

Una cuerda hecha de sábanas atadas

Ya había anochecido cuando se despertó de la siesta. No le extrañó, en aquella época del año era noche cerrada a las cinco de la tarde. Una inmensa sensación de paz la invadió al abrir los ojos y recordar vívidamente el sueño que acababa de tener. Hizo el esfuerzo de retenerlo el tiempo suficiente para que no se le olvidase antes de levantarse del sofá, pocas veces se tienen sueños tan estructurados durante una siesta. En él, Maureen Tallahan se escapaba de la residencia de ancianos dejándose caer por la ventana con una cuerda hecha de sábanas atadas. Ella misma la había ayudado a atar las sábanas cuando le contó que quería escaparse esa noche. Recordó cómo, en el sueño, la veía alejarse del aséptico edificio corriendo por el jardín como una quinceañera. Maureen se daba la vuelta antes de desaparecer en las sombras para agitar la mano por última vez, a modo de despedida. Ella había sonreído desde la ventana de la habitación.

Aquella misma mañana, justo antes de terminar su turno en la residencia, estuvieron juntas preparando un hatillo con monedas para el bingo de la tarde. A la anciana le encantaba el bingo que se celebraba los viernes en el comedor grande, donde sólo bajaba en contadas ocasiones. Escribió en su cuaderno azul de espiral la cantidad de dinero que tenía para gastar en el bingo, y ella le preguntó qué era lo que escribía todos los días en aquél cuaderno. -En realidad no me llamo Maureen,- le contestó- así me llamaban todos en la oficina porque de joven me parecía a Maureen O'Hara, pero mi nombre real es Mary-. Y tras esta confesión, le dijo que escribía las cosas que hacía cada día para que no se le olvidase escribir. Porque había sido secretaria toda la vida y tomar notas era lo único que sabía hacer. Su media sonrisa, regada por el lagrimeo que empañaba sus ojos permanentemente, hacían su rostro entrañable. Tenía la voz rota como una maestra de pueblo y los pies deformados por los juanetes que nunca se quiso operar. Era dulce, Maureen, y su anciana favorita en la residencia.

Al día siguiente, al atravesar el pasillo de la planta camino al vestuario para ponerse el pijama de cuidadora y comenzar su turno, vio a Maureen Tallahan tumbada en la cama a través de la puerta abierta de la habitación. Era muy tarde para que aún no se hubiese levantado. Temiéndose lo peor, fue a hablar con Sister Jane para confirmar sus sospechas: la anciana había sufrido un derrame después de subir del comedor grande al acabar la partida de bingo, y estaba en coma desde entonces. Una semana después, Sister Jane la llevaría a la capilla de la residencia para enseñarle lo "guapa" que habían dejado a Maureen para el funeral. Ella nunca había visto un muerto antes, pero presintió que sería el primero de muchos. Y no le pareció que la hubiesen dejado guapa. En realidad, la habían pintado como una puerta (por no decir otra cosa), con los labios de un insólito color rojo tremendamente inadecuado para una señora de 83 años. Su media melena gris y los juanetes que le deformaban los pies eran, sin embargo, los mismos. Como su nariz chata y su media sonrisa asomando a esa boca repintada de bailarina de cabaret. Quiso salir de allí cuanto antes, pero la monja la retuvo mientras murmuraba una oración. Quiso salir de allí porque aquella mujer no era su Maureen, la auténtica huyó por la ventana de su habitación una semana antes con la ayuda de una cuerda hecha de sábanas atadas. Corriendo por el jardín como una quinceañera que se giró para agitar la mano, por última vez, a modo de despedida.