miércoles, 6 de junio de 2012

Mis tres abuelos

Ante todo, tengo que aclarar el título, para no entrar en cábalas maquiavélicas ni elucubraciones extrañas. Mi abuela paterna biológica murió a los pocos días de nacer mi padre, por estas cosas de falta de asepsia y extensión de infecciones que existían en los años 30.

Ante esta situación, una de sus hermanas, que no tenía hijos, se hizo cargo del gordito bebé, asumiendo totalmente su papel de madre, y años después el de abuela de todos nosotros. En sintonía total, su marido pasó a ser el abuelo y padre de mi padre.

Por tanto, cuando tuve uso de razón (¡menudo término!), de pronto me di cuenta de que tenía tres abuelos, y no dos como todos mis amigos. Os soy sincero, no sólo no me preocupaba ni me planteé jamás el porqué. Era una situación de distinción, que lo único que podía traer eran ventajas...

Mi infancia fue dirigida por tres caminos diferentes, que jamás se unían ni se acercaban. Mis abuelos, todos ellos, actuaban de la misma forma: me mostraban su mundo, cómo eran ellos, cómo se comportaban, sin mencionar ni una sola vez a sus congéneres. Así eran de chulos y de sobrados los tres.
Voy a resumir lo que yo, como nieto desobediente y caprichoso (pero nunca mimado) captaba de cada uno:

  • ARTURO (o Don Arturo habitualmente, o Arturito en algunos círculos... el NINO para sus nietos)
Modelo ejemplar de lo que son las relaciones sociales; imagen impecable, cortesía extrema, educación sin límites, jamás una voz más alta, impensable ningún tipo de violencia, la tolerancia personificada. No hacía una concesión si no estabas dispuesto a recibirla. Todo su agradecimiento lo expresaba con los ojos o con su sonrisa retenida, nunca con la palabra.
Por sus profesiones y vocaciones, que no tenían nada que ver, era muy querido en los ambientes taurinos, flamencos y golfos de la época, tanto como en los quirúrgicos y hospitalarios. Cosas de su carácter...
Con los años he concluido que se debía a su “saber flotar”, tanto en términos políticos, como sociales, como familiares. Era un maestro en el arte de no dar motivos.

  • RAMÓN (el LALO para sus nietos)
Un auténtico “currante”; trabajador en todo lo referente a curtidos y pieles en la tienda de La Fuentecilla, una de las personas más serias, formales y estrictas que he conocido, sin que eso le aportara más gravedad de la necesaria. De hecho, murió de cirrosis, y no era el chocolate lo que le gustaba... Su cumplimiento con el trabajo y con su mujer, de la que estaba profundamente enamorado, era mayor que la necesidad de salirse de la trazada. Permanentemente hablaba de cómo se deben hacer las cosas, pero dirigiéndose a la humanidad, no a su nieto. Era un filósofo, y comediante, capaz de imitar las voces de los Reyes Magos, de sus pajes, y hasta de los camellos, cada 5 de enero, haciéndonos creer que estaban todos allí, en el comedor de casa. Para darle más verosimilitud, él mismo se bebía y se comía el anís y las pastas que habíamos puesto los niños. Un encanto, desinteresado y feliz.

  • VICENTE (el ABUELO VICENTE para sus nietos)
Absolutamente independiente, interesado, desconfiado, malpensado, siempre cuantificándolo todo, y seguramente tan solo desde que murió su mujer, que nunca supo salir de ese agujero de soledad. Era muy borde, y muy distante, pero, si te fijabas bien, muy a menudo le corrían lágrimas por las mejillas, especialmente con nosotros. Los pequeños le preguntábamos qué te pasa, y siempre decía que se le había metido algo en el ojo. Años después, me di cuenta de que todo era emoción, y que, reconociendo que él no había participado directamente, era feliz entre su familia, aunque no lo verbalizó jamás.
Claro, eso cuando le apetecía venir, porque solo se apuntaba algunos domingos a comer y cuando había entradas para los toros. Esos días íbamos con él mi padre y yo y siempre hacía la misma broma al entrar a la plaza: le pedía las entradas a mi padre, y se las daba al de la puerta diciendo:

- Toma, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.

El de la puerta cortaba el pico con una sonrisa, que le devolvía mi abuelo... y ya era igual lo que hicieran los toreros esa tarde. El había ocupado su lugar, y se le había reconocido (no podía ser de otra manera, porque la verdad es que los tres cargamos con genes idénticos; somos gotas de agua).
Cuando no teníamos toros, dormitaba en un sillón en casa, mientras me enseñaba a jugar al mus. Cuando fui mayor entendí lo que es “jugar sin cartas”. Mi abuelo Vicente siempre me ganaba, sin verlas, cortando el mus desde el inicio, y solo mirándome.
¡Ay! Si esa inteligencia la hubiera utilizado de otra forma. Con orígenes humildes, habría sido capaz de dirigir una multinacional. Tenía dos virtudes: inagotable capacidad de trabajo y una enorme ambición. Pero no vivió en el momento idóneo ni con la mejor actitud.

Pero quiero dejar claro lo maravillosos que eran, lo muchísimo que aprendí de ellos, y mi orgullo al presumir de haber tenido tres abuelos ¡A CUAL MEJOR! Y de lo que pone en mi partida de bautismo: Guillermo Arturo Vicente Ramón.

Por Guillermo Macho

lunes, 4 de junio de 2012

A mi nieta Naira


Érase una vez un príncipe
que decidió pasear...
y se fue por el bosque
cantando una canción
como iba sólo, no podía imaginar
que tomaría parte
de una maravillosa
historia de amor.
Él era un príncipe azul
no creais que me lo invento...
que se sentó para ver el río
junto a la orilla y vio salir del agua
una rana, si bien recuerdo,
era de color verde,
Con grandes ojos azules, que lo miraban
y la pobre ranita,
casi llorando así le decía:
"¡Ay! Dame un beso, por favor que igual que tú igual soy yo".
Un día una bruja
en rana a mí me convirtió
tan sólo tú eres mi salvación.
Si me das un beso se irá
el hechizo y yo seré tuya.
Si no me ayudas siempre rana seré yo,
”maldito sea el encantamiento
que es mi tormento y es mi locura".
Él le limpió sus ojos y le dio un beso
y la ranita se convirtió en princesa.
Los dos se enamoraron en un momento,
fueron muy felices juntos en su reino... y
comieron perdices como en todos los cuentos.

Cierro entonces el libro
y mi nieta… ya descansa
y cuando la voy a besar
os juro que yo me siento
el príncipe azul de mi casa.

Por Leandro García Corredera


sábado, 2 de junio de 2012

La alianza de Dora


Cuando era niña, la madre de mi madre vivía con nosotros en casa. Se llamaba Dora. Nosotros la llamábamos Yaya Dora. Yo, como todas las niñas, soñaba con ser princesa, por eso la alianza de boda de mi yaya me atraía muchísimo y me hipnotizaba brillando desde su dedo regordete como un preciado tesoro. Era sencilla, humilde, pero brillaba tanto... Como mi yaya siempre estaba en casa, yo le pedía la alianza una y otra vez. Quería que me la regalase porque pensaba que a ella ya no le hacía ninguna falta; pero la Yaya Dora me respondía invariablemente: "aún no, hijita, cuando me muera te la daré". Para un niño eso de la muerte no es un concepto muy claro y parece extremadamente lejano en el tiempo. Es más, a mí aquello de "cuando me muera" me sonaba igual que lo de "que viene el hombre del saco". Pura fantasía para meterme miedo. Hasta que un día mi abuela se cayó. Fue una caída de estas tontas que a veces sufren los abuelos, pero que son suficientes para partirles la cadera. Aquél día, cuando se la llevaban dolorida al hospital, me dio su alianza de boda antes de salir por la puerta. Yo pensé que si me la daba así, sin pedírsela siquiera, era porque se iba a morir, pero me parecía imposible porque aquello de la muerte seguía siendo un concepto vago y lejano; sin embargo, su intuición no le falló, pues nunca más volvió a casa. Todavía hoy llevo puesta su alianza. Jamás me la quito.

Por Pilar Arnanz