sábado, 29 de septiembre de 2012

Compañeras de viaje

Hoy he vuelto a coger el metro para volver a casa a la misma hora que hace una semana, y allí estaban otra vez. La mujer del pelo color naranja y la anciana rusa sentada a su lado, sosteniéndole la mano. El otro día ya me llamó la atención la extraña pareja que forman. La más joven es muy delgada, de mediana edad, aunque viste como una veinteañera, informal y juvenil; y tiene el pelo de un naranja intenso que tampoco concuerda con su edad. Parece que viene de trabajar porque se la ve cansada, lleva zuecos de enfermera y una bolsa de deporte, probablemente con su uniforme dentro.

La anciana habla con un fuerte acento ruso, se cubre la cabeza con un pañuelo y bajo sus faldas asoman dos piececitos en zapatillas de andar por casa. Me recuerda un poco a las abuelas rusas de Eurovisión y fantaseo con la idea de que es una de ellas. En pocos segundos la estoy viendo bailando por el vagón a ritmo de "Party for everybody... Dance, come on and dance..." Me aguanto la risa porque la tengo justo enfrente, aunque no me presta ninguna atención. Ella solo tiene ojos para la mujer del pelo naranja. Le dice, medio en Español, medio en ruso, medio en lenguaje de signos, que le recuerda a su hermana precisamente por el color del cabello. Le acaricia la mano mientras la más joven se deja hacer. Tiene una permanente y cálida sonrisa en la que muestra un diente de oro. La otra se dispone a bajarse ya, pero, antes de levantarse, le dice que la semana siguiente no la verá porque tiene turno de mañana y no viajará en metro a esa hora. No sé si la rusa alcanza a entenderla, pero asiente con la cabeza muchas veces hasta que la mujer se baja del tren. Su mirada se pierde en el infinito mientras continúa sola su trayecto esperando volver a ver a esa chica que le recuerda a su hermana, que estará tan lejos, por el color del cabello.

domingo, 23 de septiembre de 2012

El barrio viejo

Ese señor del bastón es el que nos arreglaba el calentador a todo el barrio, me dice señalando al anciano inquieto que recorre la sala de punta a punta. Lleva tirantes y camina muy erguido, un poco con cara de susto. A nadie le gusta que le saquen sangre a las 8 de la mañana. Todos parecen cerdos camino al matadero. Imagínatelo con treinta años menos, a ver si te acuerdas de él, venía siempre. Qué pena, está viejísimo. Él y todos los demás, pienso, es ley de vida, el barrio ha envejecido mucho en los últimos años y verlo día a día no debe de ser muy agradable pero, reitero, es ley de vida. Y ella mientras tanto se abanica con el volante del médico y se queja de la espera. Se ha vuelto muy impaciente y lo quiere todo ahora, ya, como una adolescente. Hace un momento ha venido a saludarnos la vecina del primero con su nieta, que ya tendrá 12 años y nos escudriña con unos enormes ojos negros como los de su abuela. Esta es la mayor de Cristina, ha dicho, y yo me he itentado acordar de la última vez que vi a Cristina, que es de la edad de mi hermana, con un carrito de bebé. Ella pone cara de pena, suspira y le explica a la vecina lo del dolor que tiene en el hígado, que se lo están mirando los médicos, que la está matando, que para estar así de mal prefiere morirse. De la depresión no le dice nada.

De vuelta a casa parece que no va a poder caminar pero, alentada por a seguridad de mi brazo, se acelera para que la calle no se le haga tan larga, y comenta apesadumbrada que en los análisis le va a salir de todo. Azúcar alto, colesterol, ácido úrico... Voy  tener de todo, ya verás. Y qué quieres, pienso, con 77 años qué quieres. Y es que no tiene mucho más, pero a ella se le hace un mundo. De la depresión sigue sin decir nada. En el portal nos encontramos a la peluquera, que la anima a bajar a peinarse, Ay hija, si yo pudiera... y en el ascensor coincidimos con la señora del sexto, que nunca he sabido cómo se llama pero que tenía muchos hijos todos ellos muy altos y desgarbados. Nos mira preocupada y le dice que después le hará una visita. No mujer, no te preocupes, si me voy directa a la cama. Y se va, nada más entrar por la puerta. Ya a solas con el silencio de la mañana en este barrio cada vez más envejecido me pregunto qué se siente al perder la ilusión y el interés por todo aquello que te rodea y, sobre todo, si existe una receta mágica para recuperar las ganas de vivir. La respuesta está frente a mí: una funda de cuero con 7 cajitas con los días de la semana escritos en la tapa, divididas en 4 compartimentos cada una, llenas todas ellas de al menos 7 pastillas, todas diferentes. Ésa es la receta mágica. Lo que pasa es que no funciona.