miércoles, 1 de agosto de 2012

¡Con la Tata otra vez no!

Dios te salve María, llena eres de gracia... la Tata susurraba oraciones repetitivas de forma automática una noche más mientras Martita, en la cama de al lado, se tapaba los oídos con fuerza. Tenía miedo. No entendía las palabras de su Tata y lo único que escuchaba era el susurro rítmico de la anciana que dormía junto a ella, boca arriba y con las manos entrelazadas a la altura del pecho. Como un muerto. Martita nunca había visto un muerto de verdad, pero en las películas de terror que veía su hermana,  los vampiros dormían así en sus ataúdes. A ratos sacaba la cabeza de la sábana y la miraba para confirmar que estaba viva, aunque no acertaba a decir si estaría dormida o despierta.

¡No, por favor, con la Tata no! suplicaba cada verano semanas antes de las vacaciones, cuando se asignaban las habitaciones del apartamento. Nunca era el mismo y nunca en el mismo sitio, pero Martita siempre dormía con la Tata. Claro, era la pequeña. Mientras tanto sus hermanas mayores, la novia de su hermano más alguna amiga que se apuntaba a veranear con ellos, compartían la habitación más divertida: la de los colchones en el suelo y las juergas por las noches; la de las confidencias de chicas mayores y los sujetadores tirados en las sillas; la de las maletas abiertas llenas de vestidos preciosos que nadie le prestaba para salir por la noche. Porque a ella nunca la dejaban salir por la noche con las chicas y tenía que conformarse con verlas arreglarse, ayudarles a elegir la ropa, maravillarse cuando se maquillaban y despedirlas en la puerta con la Tata detrás diciendo no volváis muy tarde... Sus padres habrían salido a cenar solos, como tantas noches, y a Martita no le quedaba más remedio que quedarse en el apartamento con la Tata, que le haría una tortillita francesa y se quedaría dormida viendo la tele a un volumen ensordecedor. Más tarde, en la cama, la Tata rezaría el rosario en bajito y Martita se taparía la cabeza con la sábana para no escucharla. Así eran las noches de verano en las que Martita soñaba que se iba al pueblo con las chicas, que bailaba en la dicoteca como los mayores y volvía a casa casi al amanecer, entre risas ahogadas para no despertar a sus padres.

Cuando era más pequeña le encantaba ir a casa de la Tata y quedarse a dormir allí. Era una casa enorme llena de balcones que daban a una calle bulliciosa, y tenía muchos tesoros guardados en pequeños joyeros y cajitas. Le gustaba que su Tata le dejase unas viejas láminas de dibujo de Mickey Mouse para copiar y colorear, que tenía guardadas en una raída carpeta azul. Martita se sentaba en la mesa camilla junto al balcón a pintar durante horas. Sin embargo, ahora que ya tenía 11 años quedarse en casa con la Tata no le divertía en absoluto. Y además, era verano y sus hermanas habían salido. Sabía que si tenía paciencia, en unos años ya sería mayor para salir y dejaría a la Tata sola en casa. Aquello le causaba ciertos remordimentos, pero las ganas de ser mayor podían con ellos. Sólo tenía que esperar cuatro veranos para tener 15 años, como los que tenía su hermana ahora. Cuatro veranos más y cambiaría los rezos de la Tata por la música de la discoteca. Martita se durmió pensando en ello. La Tata aún rezó un Ave María más.