lunes, 11 de diciembre de 2017

¿Por qué nunca vemos a los abuelos?


¿Y tu papá cómo se llama? Pregunta mi hija desde su silla de seguridad en el asiento de atrás del coche. Su padre y yo giramos la cabeza al mismo tiempo hacia ella -menos mal que estamos parados en un semáforo-. Mi papá... Guillermo, le digo yo titubeante. Ah! dice ella, como el nene de mi clase. Silencio. Ese silencio breve en el que sabes que va a contraatacar y te preguntas con qué. ¿Y tu mamá? ¡Date! Tenía que salir. Si ya lo sabía yo. Ya son tres años, la niña empieza a entender los parentescos y es normal que se haga preguntas, solo que me ha pillado un poco desprevenida. Toñi, hija, mi mamá se llama Toñi. Yaya Toñi. Silencio. La siguiente pregunta es más que obvia. ¿Y por qué nunca vamos a verles?
Mi hija tiene 5 abuelos: Vicen, Carlos, Toñi, Guillermo y el Yayo Vicente. Pero a tres de ellos no los vamos a visitar nunca. Ella solo conoce a la abuelita y al Yayo. Y no le cuadra nada. En ese breve trayecto en coche del supermercado a casa, le cuento que mis papás, y el papá de papá, se fueron a vivir a una estrella que está muy lejos. Que no podemos visitarles, pero que están ahí y nos miran desde arriba. Que aunque ella no los conozca, ellos sí que la conocen a ella porque nosotros se lo contamos todo: lo mayor que se está haciendo, que ya va al cole, que le gusta mucho pintar y cantar canciones, que se parece mucho al primo Miguel y que no sabemos si tiene los ojos azules o grises. Pero su escasísima tolerancia a la frustración no le permite asumir que viven lejos y no les podemos ver, y ya está. Así que empieza a protestar enérgicamente. ¡Pues yo quiero ir a ver a los abuelos y a la yaya, Jó! Y así todo el camino hasta casa. Le prometo que en cuanto lleguemos voy a enseñarle fotos de los abuelos que no conoce, y con esa promesa parece que se calma un poco.
Ya en casa empiezo a rebuscar fotos impresas de mis padres, lo cual no es tarea fácil. Las familias ya no tenemos álbumes de fotos como antes, costumbre que lamento muchísimo haber perdido. De la yaya Toñi es sencillo, tengo muy a mano una con mi hija recién nacida, de cuando vino a conocerla. Va muy maquillada, como siempre, y se le va notando la edad y el cansancio. Mi hija, de un mes, parece un señor mayor con calva. Verse de bebé junto a su yaya le da un poco de seguridad, y empieza a creerme. De mi padre es más difícil, y curiosamente, encuentro una foto de los años 90 en la que está sujetando un timón y lleva puesta una gorra de capitán de barco -vaya usted a saber porqué-. Viste una camisa de rayas verticales para parecer más delgado a pesar de estar enorme -una manía de mi madre, lo de las rayas-, pantalón claro de verano y mocasines. Sonríe divertido, supongo que ante la broma de estar al mando de un navío. ¡Qué guapo mamá! ¿Era el capitán de un barco? Estoooo... No, hija, trabajaba en un banco, donde guarda la gente el dinerito. Mucho menos épico, la verdad. Ya puestos, pienso que es una pena haber desaprovechado la oportunidad de oro de convertir a mi padre en un lobo de mar... Y mamá, ¿qué perrito es ése? La niña ya ha desviado su atención hacia otra foto en la que también aparece mi padre, pero ella solo ve un cocker canela merodeando entre sus pies. Bien, por fin cambiamos de tema. Ése era mi perro, se llamaba Tucker. Los perritos le encantan. ¿Y dónde está, mamá? ¿Por qué no vive con nosotros? Tierra trágame... ¿Le cuento lo del cielo de los perritos o seguimos con la versión laica de las estrellas? Jesús, qué agotamiento...