miércoles, 30 de mayo de 2012

Pili, Luci, Bú y otras chicas del ambigú


Pili es una linda regordeta de pelo rosa, con unos mofletes prominentes igual que su abuelo. Cierto día, cuando aún no sabía su nombre, recién llegada a este mundo, su abuelo, que aún no sabía que lo era, la cogió con sus manos y se la llevó. Poco después Pili llegó a una casa llena de gente y algarabía, donde todos hablaban a la vez y comían y reían juntos. Entonces su abuelo la tomó a ella y a la pequeña Lucía y las enfrentó nariz con nariz.
-Mira Lucía, ¿te gusta? es para ti -dijo el abuelo a la niña
Lucía, que era una princesa de casi dos años y en casa de sus Bus tendía a “despiporrarse” de lo lindo, se desasió de los brazos de su abuelo y salió corriendo diciendo “zi”, pues hablaba con la zeta.
- Lucía, ¿cómo se va a llamar?- le pregunta el abuelo. Lucía no responde, está juguetona y no hace caso a nadie.- Dime ¿cómo se llama?- repite chillando otra vez por si no ha entendido la pregunta… Lucía contesta: “¡Pili!”
-¿Pili?- repite extrañado el Bú, que es como Lucía ha llamado a su abuelo desde que le hacía pedorretas.
- Zi, Pili- y se ríe arrugando la nariz.
En ese momento Pili fue bautizada por Lucía y adoptada oficialmente por su abuelo para siempre.
Pili adora a ese abuelo que la salvó de la estantería y le dio un hogar tan divertido y feliz. Muchas veces se ha quedado a dormir en casa de los Bus y ha disfrutado de las socarronerías de aquel grandullón comedor de bombones de licor, mientras Lucía le mordía el dedo gordo del pie a mansalva. Pili tiene todos los dedos comidos y escucha divertida decir a su abuelo cuando Lucía le quita el vestido: “¡Ah! una mujer desnuda, fuera de mi vista!”. Es que su abuelo es un cachondo.
También a veces se enfada y le dice a la Bú “¡en esta casa hay un agujero negro donde todo se pierde!”. Por eso Pili no se despega de Lucía, no vaya a caer en uno de esos agujeros del abuelo.
- Nuchita, ¡esa niña huele mal!
- ¿Te has hecho?- le pregunta la Bú a Lucía , porque Pili es muy limpia y nunca se hace ni pis, ni pos.
A veces Lucía lleva a Pili colgando de los pies y ella, con su mirada fija, suplica al Bú que la coja, pero él está muy interesado viendo los toros, sentado cabeza abajo en su sillón con el puro y la copa de pacharán.
- ¡Prrrrrrrffffff! ¡Rocío quita a esa niña de en medio que es igualita que Bienvenida!- le dice a su hija pequeña, que le saca dos cuartas a Lucía y tres a Pili.
Pili y Lucía ríen juntas cuando el Bú, con una servilleta, hace un conejo parlanchín. Han sido muy felices con ese abuelo enorme que apuntaba para obispo, pero que antes de casarse con la iglesia decidió, afortunadamente, casarse con la abuela, Bú. Porque Bú y Bú hacen un tándem abuelil muy cómico y las niñas se lo pasan de rechupete, pues cuando uno hace, el otro deshace y así sucesivamente.
Por Violeta Abad








lunes, 28 de mayo de 2012

Fresca hierbabuena



Mi abuela Petra tenía un tiesto de hierbabuena en la cocina. Yo me comía las hojas, me encantaban. Y aunque se lo pelaba, nunca me regañó.
Mi abuela Petra tenía unos pechos enormes entre los que escondía una cadena de plata con muchas medallitas. Me gustaba rebuscar las medallas entre sus pechos tibios.
Su casa, muy pequeña, estaba llena de tesoros maravillosos. Había un reloj de péndulo colgado en la pared, que daba las horas, las medias y los cuartos. Cuando me quedaba a dormir allí oía el sereno y continuo tic-tac, además de las horas, las medias y los cuartos. Jamás he conseguido dormir tan plácidamente como en esa casa, arrullada por el reloj.
Algunas veces le traían una especie de hornacina con una virgen (no recuerdo cuál), que se quedaba allí varios días y a la que ponía velas. Después la recogía alguien de la parroquia para llevar a otra casa. Siempre me ha gustado el misterio de las velas.
En el pasillo había un cuadro de San Sebastián y otro de Santa Lucía, un poco tétricos; eso no me gustaba tanto, pero estaba acostumbrada. Tenía también una manta aterciopelada, cálida y mullida, que era más que suficiente en esa casa sin calefacción. Y un rosario de palo de rosa que le había traído mi padre de Roma, y que guardaba junto al primer diente de leche que se le cayó a su hijo.
Pero lo más atractivo a mis ojos asombrados era lo que guardaba en el fondo de un cajón del armario: unos pendientes y un anillo con aguamarinas, regalo de su marido, y que nunca vi que se pusiera. De hecho, nunca llevaba joyas. Siempre le pedía que me los enseñara, y me quedaba extasiada ante sus destellos azules. Me habría dado lo mismo si hubieran sido de cristal de botella, yo qué sabía… ¡brillaban tanto!
Cuando enviudó yo tenía 10 años. En su pena contenida, me hizo atisbar mi primera duda existencial. Pero esa es otra historia.
Mi abuela Petra tenía un corazón el doble de grande que sus pechos. Nunca, nunca la vi enfadada. En Navidad, en una juguetería de la calle Atocha, compraba a plazos los juguetes que con más ilusión habíamos pedido a los Reyes. Los caprichos que no nos daban en casa, ella los conseguía, a pesar de sus pocos medios. Era una abuela coraje, como fue una madre coraje. Un día me puse enferma en su casa, con mucha fiebre, y me devolvió a mis padres en sus brazos, envuelta en toallas, como un paquete precioso.
Le gustaba ir al cine con su marido a menudo, sobre todo por la noche, al Doré o al Monumental, para luego volver paseando con la fresquita. Y me contaba las películas que había visto -y que se podían contar, claro-. Así se fue formando mi universo romántico-cinematográfico, con La muerte tenía un precio, El Tulipán Negro, Pollyana y otras muchas que ahora no recuerdo.
Mi abuela Petra un día se fue. A reunirse con su marido, supongo, que se había ido hacía ya catorce años y vendría a buscarla con su habitual “Vamos, Petrilla”. Dejó una carta manuscrita, su testamento de cariño, para todos nosotros. Y ¡oh, sorpresa!, en ella decía que los pendientes y el anillo de aguamarinas eran para mí, su nieta mayor. Es el regalo más valioso que he recibido nunca, el que más me emociona.
También tengo su manta, que abriga mis noches de invierno. El reloj se perdió, lástima, habría sido la enseña de mi casa.
Mi abuela Petra sonríe y me abraza mientras escribo todo esto, lo sé. Como sé que me diría que no cuente estas tonterías. Pero no le voy a hacer caso.
Por Mª Antonia Macho*
*El abuelo de Miguelito abre sus puertas a las historias de abuelos de sus lectores. Cuéntanos, como Mª Antonia, algo de tu abuelo/a favorito.



martes, 22 de mayo de 2012

La abuela cumple 100 años


A veces no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia. A veces, la longevidad -el artista murió con casi noventa años- no es patrimonio de mentes y espíritus elevados. O sí. Tan elevados como el espíritu de una mujer que acaba de cumplir 100 años en Zamora, donde se fue a vivir desde su Tábara natal recién casada con su marido, del que enviudó recientemente. Podía haber sido una chica independiente, trabajadora en plena II República, representando un tipo de mujer adelantada a su tiempo. Podría haber acabado en el Partido Comunista, ser miliciana y exiliarse a Francia en la posguerra. Podría haber sido muchas de estas cosas si la vista no le hubiera fallado desde joven, lo que le hizo abandonar su profesión de telegrafista, oposición que había sacado adelante con todo su esfuerzo. Sin embargo, no por ello debemos pensar que no es nadie. Todo lo contrario. 14 hijos tuvo y los 11 que sobrevivieron son la prueba fehaciente de que fue y es alguien muy importante en sus vidas y en una historia, la suya, irrepetible. Porque en los pueblos de España hay historias así, de mujeres capaces de cocinar 11 tortillas de patata, 11 barras de pan, sendos pimientos fritos, chorizo y queso para que su prole pasara inolvidables domingos en el "pinar". Y es que sin esa mujer las vidas y los recuerdos de sus hijos, nietos y bisnietos, que ahora celebran sus sorprendentemente cabales 100 añazos, no serían lo mismo. A veces, no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia, basta con ser de Tábara, vivir muchos años y tener la memoria intacta para transmitir aquello que se ha vivido, para que nunca se pierda.


miércoles, 9 de mayo de 2012

¿Puedo tomar una stout?

Maurice Ready tiene dos hijos. Uno de ellos está casado y es padre de dos niñas; el otro, como ocurre en muchas familias irlandesas, es sacerdote. Ambos se turnan para visitarle en la residencia dos veces por semana cada uno, lo que lo convierte en uno de los ancianos más visitados. El que no es sacerdote se llama Maurice, como su padre, y viene una tarde entre semana, solo, y el sábado por la mañana con toda la familia. Sus hijas son dos angelitos rubios cuyas risas y juegos inundan de alegría toda la planta y ponen patas arriba la monótona existencia del resto de los residentes, tropezando con sillas de ruedas, escondiéndose detrás de andadores y tirando por los aires las bandejas de comida provenientes de la cocina. Es delicioso ver la sonrisa que se le pone a su abuelo cuando las ve aparecer por el pasillo y, lo mejor de todo, que le dura todo el día y hasta se va a dormir con ella puesta.
Damien es el hijo sacerdote de Maurice Ready. Nunca viene el fin de semana, tiene que dar misa. Él prefiere los lunes y los miércoles, a última hora de la tarde, a tiempo para acompañar a su padre en la cena, y darle el capricho de permitir que se beba una botella de cerveza negra bien fría que le trae escondida en el abrigo. Por supuesto, si le viera alguna de las monjas de la residencia se la quitaría ipso facto, no se permiten esos vicios bajo su techo, y mucho menos si están contraindicados con las medicinas que toma el anciano. Sin embargo, esto a Damien no le importa porque sabe que su padre espera la cerveza como el acontecimiento más placentero de la semana, junto a ver a sus nietas correr y revolverlo todo. Sin estas pequeñas cosas la cabeza hace mucho tiempo que habría dejado de funcionarle. Pero el caso es que le funciona muy bien. Hoy es uno de los días que no tiene visita y soy yo quien le hace compañía mientras cena e, incluso, le doy algún trozo de salchicha con el tenedor como si fuera un niño pequeño. No suele tener problemas para comer solo, pero algunas noches está especialmente torpe, ralentizado, y es mejor darle de cenar porque si no se acaba quedando dormido sobre el plato. Maurice me pregunta a qué se dedica mi padre. Es jubilado, le digo. Ya, pero antes, ¿qué era?, me vuelve a peguntar. Era empleado de banca, contesto. De repente, un destello de luz cruza momentáneamente sus pupilas que, ensanchándose, me sonríen. Entonces me empieza a contar que él trabajó toda su vida en el Bank of Ireland, que entró de botones muy joven y fue ascendiendo, y que era el mejor trabajo del mundo. ¿Mañana viene Damien?, cambia de tema. Supongo, porque es miércoles y no ha llamado para decir que no venía - Damien siempre avisa-, le digo. ¿Puedo tomar una stout*?, pregunta refiriéndose a una cerveza negra. No, mañana, respondo. Y sin mediar palabra cierra los ojos sonriendo de nuevo, haciéndome saber que tanto la conversación como la cena han terminado para él. Recojo la bandeja, le limpio la boca y le acomodo las almohadas antes de arroparle. Tras correr las cortinas y apagar la luz, me voy sin hacer ruido y, cuando ya estoy en la puerta, oigo a Maurice Ready decir a mi espalda: Que Dios bendiga a tu padre, salúdale de mi parte cuando le veas.

*Stout es el nombre que recibe en inglés la variedad de cerveza negra. Lager y Ale son las otras dos variedades: rubia y tostada, respectivamente.