Mi abuela Petra tenía un tiesto de
hierbabuena en la cocina. Yo me comía las hojas, me encantaban. Y
aunque se lo pelaba, nunca me regañó.
Mi abuela Petra tenía unos pechos
enormes entre los que escondía una cadena de plata con muchas
medallitas. Me gustaba rebuscar las medallas entre sus pechos tibios.
Su casa, muy pequeña, estaba llena
de tesoros maravillosos. Había un reloj de péndulo colgado en la
pared, que daba las horas, las medias y los cuartos. Cuando me
quedaba a dormir allí oía el sereno y continuo tic-tac, además de
las horas, las medias y los cuartos. Jamás he conseguido dormir tan
plácidamente como en esa casa, arrullada por el reloj.
Algunas veces le traían una especie
de hornacina con una virgen (no recuerdo cuál), que se quedaba allí
varios días y a la que ponía velas. Después la recogía alguien de
la parroquia para llevar a otra casa. Siempre me ha gustado el
misterio de las velas.
En el pasillo había un cuadro de
San Sebastián y otro de Santa Lucía, un poco tétricos; eso no me
gustaba tanto, pero estaba acostumbrada. Tenía también una manta
aterciopelada, cálida y mullida, que era más que suficiente en esa
casa sin calefacción. Y un rosario de palo de rosa que le había
traído mi padre de Roma, y que guardaba junto al primer diente de
leche que se le cayó a su hijo.
Pero lo más atractivo a mis ojos
asombrados era lo que guardaba en el fondo de un cajón del armario:
unos pendientes y un anillo con aguamarinas, regalo de su marido, y
que nunca vi que se pusiera. De hecho, nunca llevaba joyas. Siempre
le pedía que me los enseñara, y me quedaba extasiada ante sus
destellos azules. Me habría dado lo mismo si hubieran sido de
cristal de botella, yo qué sabía… ¡brillaban tanto!
Cuando enviudó yo tenía 10 años.
En su pena contenida, me hizo atisbar mi primera duda existencial.
Pero esa es otra historia.
Mi abuela Petra tenía un corazón
el doble de grande que sus pechos. Nunca, nunca la vi enfadada. En
Navidad, en una juguetería de la calle Atocha, compraba a plazos los
juguetes que con más ilusión habíamos pedido a los Reyes. Los
caprichos que no nos daban en casa, ella los conseguía, a pesar de
sus pocos medios. Era una abuela coraje, como fue una
madre coraje. Un día me puse enferma en su casa, con mucha fiebre, y
me devolvió a mis padres en sus brazos, envuelta en toallas, como un
paquete precioso.
Le gustaba ir al cine con su marido
a menudo, sobre todo por la noche, al Doré o al Monumental, para
luego volver paseando con la fresquita. Y me contaba las películas
que había visto -y que se podían contar, claro-. Así se fue
formando mi universo romántico-cinematográfico, con La muerte
tenía un precio, El Tulipán Negro, Pollyana y otras
muchas que ahora no recuerdo.
Mi abuela Petra un día se fue. A
reunirse con su marido, supongo, que se había ido hacía ya catorce
años y vendría a buscarla con su habitual “Vamos, Petrilla”. Dejó una carta manuscrita, su
testamento de cariño, para todos nosotros. Y ¡oh, sorpresa!, en
ella decía que los pendientes y el anillo de aguamarinas eran para
mí, su nieta mayor. Es el regalo más valioso que he recibido nunca,
el que más me emociona.
También tengo su manta, que abriga
mis noches de invierno. El reloj se perdió, lástima, habría sido
la enseña de mi casa.
Mi abuela Petra sonríe y me abraza
mientras escribo todo esto, lo sé. Como sé que me diría que no
cuente estas tonterías. Pero no le voy a hacer caso.
Por Mª Antonia Macho*
*El abuelo de Miguelito abre sus puertas a las historias de abuelos de sus lectores. Cuéntanos, como Mª Antonia, algo de tu abuelo/a favorito.
Un lujo de abuela, sí señor. Me alegro de que exista este blog, en el cual se puede rendir homenaje a personas como Petra, tan importantes en la vida de los suyos.
ResponderEliminarY a mí que me encanta la palabra "tiesto", qué poco se usa actualmente... mucho más bonita que "maceta"
ResponderEliminarCreo que me están llamando antigua, jajajaja
ResponderEliminarYo recuerdo el redoxón que nos traía todas las semanas. Nos comíamos las tabletas dejando que se disolvieran en la boca hasta llenarla de espuma con sabor a naranja... También los muchísimos cacharritos en miniatura que tenía en un mueble, yo se los descolocaba todos para jugar a las cocinitas y después ahí se los dejaba... seguro que aprovechaba para limpiarlos cuando los volvía a colocar, porque era muy relimpia. Cuantos recuerdos de una lala auténtica.
ResponderEliminarMira como era: tendría yo cuatro años y vino a casa una niña de la vecindad, con una muñeca pepona horrorosa, más grande que yo. Quise que me dejara jugar con ella, y como no me dejó, agarré la escoba y me lié a escobazos con la niña hasta que salió corriendo por la escalera, con su muñeca. Pillé un berrinche de llorar con hipo. La Lala, que estaba en casa, al día siguiente se presentó con una pepona igual, pero nueva. Y no era mi cumple, ni Reyes, ni nada.
ResponderEliminarPues me parece a mí que no te la merecias... qué viva la educación de los abuelos!jajaja!
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