viernes, 17 de febrero de 2012

Aventura en el centro de salud

Me he cambiado de barrio y ayer fui al médico por primera vez. Al entrar en el Centro de Salud me asaltan las dudas sobre mi nueva doctora: ¿será joven? ¿será una rancia? ¿me escuchará? ¿será de los que mandan medicamentos sin ton ni son o le irá más el rollo new wave? y lo que es más importante: ¿estará su consulta saturada de pacientes? La respuesta me llega a cinco metros de la puerta. Aquella donde más gente hay esperando, y más mayores son. Ésa es la consulta de mi doctora. Genial. Tengo un poco de fiebre y me encuentro fatal, así que resuelvo sentarme pacientemente mientras trato de sumar la edad de las diez personas que hay esperando para ser atendidos. Veamos... ochenta y tres más setenta y cinco más noventa y ocho más ochenta y dos más... soy de letras y enseguida me pierdo. Para entretenerme decido leer los típicos carteles que hay en todos los centros de salud y descubro uno tan hilarante como descorazonador: "Prohibido fumar en todo el centro. Multa: 500.000 pesetas". Huelga decir que la señal de prohibido del cartel hace muchos años que dejó de ser roja y se convirtió en una suerte de color crema. Y lo mejor, junto al importe de la multa alguien ha escrito con boli azul "3.000 euros". Genial. Estoy por hacerle la prueba del carbono catorce.
La fiebre me está subiendo, aún no han entrado ni dos personas y creo que ya llevo media hora esperando. En este intervalo de tiempo que se me ha hecho eterno, una anciana ciega se ha acercado a la puerta de la consulta con la intención de que los que estamos esperando le permitamos hacerle una inocente pregunta a la doctora. Por supuesto no le vamos a negar el favor a una anciana ciega. Todos los pacientes se muestran diligentes al mismo tiempo que comentan entre dientes el morro que tiene y lo triste que es envejecer tan mal -y lo dicen los mismos que me han hecho perder la cuenta de sus edades hace un rato, con dos cojones-. La anciana se enreda, no se entera de lo que le dice la doctora y despotrica a grito pelao desobedeciendo otro de los carteles del Pleistoceno que adornan la pared, concretamente el de la enfermera que se lleva el dedo a la boca en gesto de "SSSSSSSSS". Entre pitos y flautas han pasado 45 minutos, yo debo de tener 38,5 y no tengo la menor idea de cuándo me va a tocar. Cierro los ojos y trato de no prestar atención a la mujer ciega que ahora está diciendo no sé qué de las manifestaciones en la Plaza del Ayuntamiento. Veinte minutos después la estridente voz de mi nueva y flamante doctora me sobresalta a través de un altavoz asesino, adaptado a la capacidad auditiva de sus pacientes, se conoce. Me está llamando. Logro atravesar la puerta evitando que se me cuelen otras dos señoras más que vienen a preguntar dios sabe qué -empiezo a pensar que mi doctora es como El Padrino- y me siento a explicarle lo que me pasa. Quince segundos -no veinte ni treinta ni un minuto- y estoy fuera de la consulta con cinco recetas en mi poder. Madre mía, no sé si cambiar de doctora o de planeta.

viernes, 10 de febrero de 2012

A la fresca

Foto: EFE/Manuel Bruque en RTVE

Un niño detrás de una pelota, un perro vagabundo, nada. Diez minutos, veinte, treinta... nada. Amparo llevaba toda la mañana sentada junto a la ventana del piso nuevo de su hija, donde ahora vivía, y sólo había visto pasar tres almas, el perro una de ellas. Se aburría mucho cuando se iban a trabajar porque apenas tenían vecinos y ni siquiera la calle estaba urbanizada en aquel lugar a las afueras de la ciudad. Un mes antes Amparo aún se sentaba "a la fresca" en la puerta de su casa del Cabanyal a ver pasar a la gente del barrio, que en ocasiones se paraba unos minutos a charlar, siempre de lo mismo en los últimos años -No nos pueden echar... el Gobierno tiene que parar los derribos... bla bla bla-. Finalmente había sucedido. Una mañana llegaron las máquinas y acabaron con todo. Con su casa y la de Felisa, que hacía un año que sus hijos la habían metido en una residencia. A ella no, porque estaba muy bien de la cabeza y se manejaba sola, aunque ya no le dieran las piernas para irse andando hasta la orilla de la Malvarrosa como hacía cuando se jubiló. Después vino lo de los derribos y la incertidumbre diaria por el momento inminente de un desalojo que nunca parecía llegar del todo. Hasta que llegó. Amparo agradecía a Dios que se llevara a su marido antes de aquello, que le evitara el sufrimiento de presenciar el derrumbe de todo lo que fue su vida. Su casita con azulejos en la fachada y la virgen del Carmen, protectora de los marineros, en una ornacina sobre la puerta. Suspiró y comenzó a tejer. Para no pensar.

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sábado, 4 de febrero de 2012

El hombre del escarabajo rojo

Acababa de apearse de su escarabajo rojo recién salido del taller y estiraba sus doblemente entumecidas piernas -por la edad y por los 450 kilómetros de viaje-, cuando se le acercó un muchacho que había aparcado un magnífico ejemplar amarillo del año 69. -¿Usted no es Matías, el miliciano?- Eso le dijo, así, a bocajarro. -Depende de quién lo pregunte- respondió quien efectivamente era Matías, el miliciano. No era una pregunta que le hiciesen habitualmente, al menos no antes de que su retrato apareciera en uno de los periódicos de mayor tirada junto a la historia de su vida, una vida de guerra, penurias, hambre, prisión y trabajos forzados. Una vida que se esforzó por contarle a aquel periodista tres años antes, que no por recordarla, pues olvidar lo que se dice olvidar, no iba a olvidarlo nunca. Su madre no le dejó alistarse a los dieciséis y gracias a eso se libró de la matanza de diez milicianos de las Juventudes Socialistas a manos de las tropas italianas en Gajanejos (Guadalajara), a finales del 36; sin embargo, su cabezonería y la pobreza pudieron con el afán de protección de su progenitora y en el 37 se enroló y luchó en Teruel unos meses, para partir después hacia aquel pueblo de Guadalajara donde continuaban los combates. Donde, de hecho, continuaron los combates toda la guerra. Matías lo recuerda todo con claridad meridiana, y nunca olvida una cara ni un nombre. Por eso le escamó la pregunta del chaval del escarabajo amarillo, que seguía ahí frente a él esperando una respuesta. -Mire, es que le vi en el periódico hace un par de años y quería que supiese que estoy con ustedes en el tema de buscar a los muertos por la dictadura y tal...-. Matías le miró con gesto de encoger los hombros, pero sin llegar a hacerlo. -Soy de Orba y mi abuelo era falangista... concejal de obras públicas... quería que lo supiera-. El anciano de 91 años que es capaz de conducir kilómetros en su escarabajo rojo para no perderse una concentración acababa de envejecer cincuenta años, y eso que a su edad es difícil parecer más viejo. La posguerra en su pueblo natal, Orba, fue un calvario gracias a los alcaldes de la Falange que se sucedieron tras su liberación del antiguo sanatorio-prisión de Portaceli. Todo esto y muchas más cosas le había contado al periodista que escribió el artículo que le haría famoso en toda la comarca de la Marina Alta, pero encontrarse cara a cara con el nieto de uno de sus torturadores era algo que no cabía en sus planes.
-Pues no sé que decirte, muchacho, no sé qué esperas que te diga- le dijo, sin demasiada convicción. -No espero nada, señor Matías, solo que sepa que estoy con usted, con todos ustedes. Que yo no soy mi abuelo-. Un ligerísimo "gracias" se escapó de entre sus labios. Juan Matías Marhuenda, el último miliciano vivo del batallón Alicante Rojo se había roto por dentro una vez más. Ya no está a salvo de su pasado ni en las concentraciones de beetles. Y es que ahora que todo está saliendo a la luz de nuevo, desearía no haber vivido tantos años con tal de no presenciar el vergonzoso espectáculo de un país que no es capaz de reparar a las víctimas de una guerra que, 75 años después, aún no ha terminado.

Este texto es un relato ficcionado basado en la historia de Juan Matías Marhuenda publicada en El País, edición Comunidad Valenciana, en 2009.