jueves, 5 de enero de 2012

Los trenes cuando el abuelo era niño

Carta de El abuelo de Miguelito desde las estrellas

En los años 40 los trenes se dividían en tres clases: en los coches de tercera clase cada departamento, sin puerta alguna, tenía asientos para diez ocupantes, y la dura madera de los mismos había sido cubierta con una leve gutapercha, así como la parte destinada a reposar la cabeza; los coches de segunda clase, más cómodos, albergaban ocho asientos con tapizado mullido, y los departamentos ya tenían una puerta corredera; en cuanto a los de primera clase, con departamentos también con puerta, ya eran el colmo de la comodidad, con sus seis asientos, verdaderas butacas extensibles, siempre que no se molestase al viajero sentado enfrente. También había algunos coches cama, muy escasos, que no explotaba RENFE, sino la Compagnie International des Wagons Lits.

Las ventanillas de aquellos viejos vagones se abrían en guillotina, con una cinta de lona sujeta en la parte inferior, con la que se hacía subir o bajar la hoja acristalada, que una vez subida se encajaba en el alféizar de la ventana. Era cómico ver apresurarse a los viajeros a cerrar todas las ventanillas al entrar el tren en un túnel, lo que suministraba grandes dosis de carbonilla.

En las estaciones de las localidades en las que existía algún producto típico, se voceaba y se vendía con buen éxito a los viajeros en tránsito. Así, se pregonaba en Las Navas del Marqués “¡leche fresquita de Las Navas!”, que se vendía en unos pocillos de barro de medio litro. Más adelante, en Ávila, aparecían las “yemas de Santa Teresa”, y después las “ricas mantecadas de Astorga”, y en León los “nicanores de Boñar”. En otras líneas ferroviarias no podían faltar los “piñones tostados de Valladolid”, cuya cáscara había que terminar por abrir introduciendo la punta aplastada de un clavo en la ranura abierta, o bien, en Reinosa, las “exquisitas pantortillas” de deliciosa masa de hojaldre impregnadas de dulce mantequilla. Hacia el sur se ofrecían fresas y espárragos de Aranjuez, las “tortas de Alcázar” y las “tortas sevillanas de aceite”, sin faltar en la zona de Aragón los “adoquines” de Calatayud, enormes y durísimos caramelos que había que degustar rompiéndolos en pedazos más pequeños, y cómo no, los deliciosos bombones de las “frutas de Aragón”.

En los trayectos cortos, especialmente entre Madrid y la Sierra, era frecuente la organización de rifas, en las que se sorteaba un pollo, o un juego de sábanas, y en los días próximos a la Navidad, un lote de algunos turrones y una botella de Anís de la Asturiana y otra de coñac Fundador. Los boletos para participar eran pequeños naipes recortados de una baraja de papel, que usaban los niños para jugar, al precio de cinco céntimos (de peseta) cada uno, que en una baraja de cincuenta y dos cartas suponía una recaudación de doscientos sesenta céntimos (unas 26 pesetas) para un premio de apenas diez pesetas. El premio se otorgaba por el sencillo procedimiento de que “una mano inocente” cortase una baraja, adjudicando el premio a la carta aparecida.

Esto no ocurría en los trenes de lujo, que en aquella época eran el Sudexpress de Irún, el Expreso Rías Bajas, el Lusitania Express, el Francia-Cataluña-Aragón, el Expreso de Andalucía o el Tren del Azahar, que llevaban un coche restaurant de Wagons Lits y ofrecían un menú lleno de exquisiteces, y hasta una pequeña pero escogida bodega. Eso sí, su coste era de unas trescientas pesetas, una auténtica fortuna para la España de posguerra.


2 comentarios:

  1. El abuelo de Miguelito tenía taaaanto mundo recorrido... Siempre viajaba con los ojos bien abiertos para no olvidar, para contarlo, para ser recordado.

    ResponderEliminar