jueves, 5 de julio de 2012

El abuelo hurón


Dicen que cada vez que nace alguien en una familia, otro de sus miembros muere (y viceversa), como si la naturaleza quisiera conservar un extraño y macabro equilibrio. Y también dicen que el recién llegado siempre hereda o reencarna los rasgos físicos o la personalidad del fallecido. Parece absurdo, pero si repasas las fechas de nacimientos y muertes más o menos simultáneas en tu familia, puede que te lleves una sorpresa. Agradable o inquietante, depende de cómo lo mires.

A mí me parece que esta teoría no se limita a los bebés, sino que se extiende a las mascotas, que al fin y al cabo, también son miembros de la familia. De hecho, una de mis hijas es clavadita, pero clavadita, a Popi, un perro que tenía su madre (y que casualmente murió justo antes de nacer ella). Es igual de inteligente, de rebelde y de cabezota. Y a veces, igual de perra. Eso sí, al menos ella no rebusca cosas de comer en la basura. O eso creo.

Pero no he venido aquí a hablar de mis hijas, sino de su abuelo Alfonso, que era mi suegro. El abuelo Alfonso era muy culto, muy moderno y muy presumido. Le gustaba vestir como un dandy, oler a perfume de marca, comer cosas ricas y beber buen vino. Esto último puede ser una virtud o un defecto, en función de los centilitros por hora que te bebas. Pero para mí, que lo conocí ya mayor, no era ni una cosa ni otra, siempre fue simplemente una anécdota. Entre otras muchas cosas, el abuelo Alfonso sabía conversar, leía varios periódicos y hablaba siempre en voz baja con su inconfundible acento barcelonés, que nunca perdió. Y eso que vivió en media España: Madrid, San Sebastián, y en tres residencias de ancianos en Canarias, Málaga y Vigo. Porque Alfonso fue un anciano prematuro; convivía con la tercera edad cuando él todavía estaba en la segunda. Cosas de los servicios sociales.

Todos los años, en verano o semana santa, íbamos a Vigo a visitar a Alfonso, para que viera cómo crecían sus nietas. Siempre llegábamos por sorpresa y él se ponía muy contento, porque las adoraba y también porque no solía tener compañía. Si nos dejaban, nos lo llevábamos a comer y a tomar un vino. Como en la residencia se lo tenían prohibido, nos lo agradecía con una sonrisa pícara y se lo bebía muy deprisa, tan rápido que teníamos que pedirle otro.

Alfonso era muy friolero y llevaba jersey incluso en pleno agosto. Tenía unos ojillos muy pequeños y unas gafas de culo de vaso que los hacían parecer siempre acuosos y más grandes de lo que eran. Se movía despacio y sin ruido, y se ahorraba las palabras si podía sustituirlas por una mueca, un gesto con la mano o un discreto codazo lleno de sobreentendidos. Tenía muy mala memoria para algunas cosas, pero para otras su cabeza era prodigiosa. Por ejemplo, yo le pedía a menudo que me enseñara esos trabalenguas tan divertidos que se sabía en catalán y que simulan frases en otros idiomas, como inglés (En un got net no hi pot haver-hi hagut mai vi), chino (Tinc tanta sang que a les cinc tinc son) o incluso latín (Avis murris porten els nuvis amb òmnibus a Gràcia). Conocía muchos diferentes y los recordaba todos a la perfección. Y si mil veces le pedí que los recitara, mil veces los repitió, sin quejarse jamás ni mostrar contrariedad alguna. Le divertía tanto como a mí. Aparte de que le hacía muchísima gracia ver a un madrileño disfrutar como un enano aprendiendo a decir cosas en catalán. Era su lengua y estaba muy orgulloso de ella, pero sólo la utilizaba para hablar con su esposa, María. De la que, por cierto, nunca se separó legalmente, aunque vivieron 25 años cada uno por su lado. Yo creo que siempre la quiso. Era un gran tipo, Alfonso.

Con los años, la salud del abuelo Alfonso se hizo más y más frágil; primero empeoró su vista y tuvo que dejar de leer. Eso acrecentó su tristeza, su soledad y su silencio. Luego flaquearon sus piernas, y caminaba tan despacio que le apodamos “el abuelo tortugo”. De ahí pasó a ocupar una silla de ruedas. Y por último, le amputaron una pierna por encima de la rodilla. Ese año no esperamos al verano para ir a verle.

Cuando llegamos a Vigo, nos preocupaba cómo reaccionarían nuestras hijas, aún pequeñas, al ver que a su abuelo le faltaba un trozo. Temíamos que se asustaran o les diera yu-yu. Bueno, pues ni se fijaron. O si lo hicieron, no le dieron ninguna importancia. África, que era su favorita, le regaló un pequeño peluche de un elefante con la trompa para arriba, como a él le gustaban, porque Alfonso siempre decía que sólo así daban buena suerte. Y Paula le dio dos besos y se comportó con la mayor naturalidad, mientras el abuelo la miraba tan embelesado que empezamos a dudar cuál de las dos era su nieta preferida. Nos lo llevamos a comer a un restaurante con terraza y, cómo no, nos bebimos dos jarras de albariño a la manera de Alfonso: la primera muy rápido, y la segunda tan tranquilos, paladeando el vino. El abuelo no habló mucho, sólo contemplaba a sus nietas orgulloso, asombrado y con una permanente sonrisa. Creo que nunca le había visto tan feliz, y durante tanto tiempo seguido, como aquel día.

Después de comer fuimos a comprarle algunas delicatessen a un centro comercial cercano. Allí había una tienda de animales y, en mitad del escaparate, un cachorro de hurón de dos meses de edad. Nada más verlo supe que África y su madre, que venían detrás empujando la silla del abuelo, se iban a enamorar de él. Y en efecto, un cuarto de hora más tarde, Sultán (así lo bautizó África, con gran acierto) se convirtió en un nuevo miembro de la familia. Alfonso observaba al hurón como hacía con todo lo nuevo: con una mezcla de curiosidad, simpatía y tolerancia. Si le preguntabas qué le parecía aquel animal, simplemente se encogía de hombros y sonreía divertido. Luego volvimos a la residencia, nos despedimos de él, regresamos a Madrid y quince días más tarde, el abuelo Alfonso murió.

Sin embargo, cuando veo los diminutos ojillos de Sultán, que es tan corto de vista como lo era el abuelo, sé que de algún modo sigue aquí. Su alma, o lo que sea, no fue a parar ni al cielo ni al infierno, sino dentro de un mustélido. Sólo así se explica que exista un hurón tan sibarita, tan listo y tan discreto, el muy sinvergüenza, siempre con esa actitud resignada y esa cara de no haber roto nunca un plato. Hay tanto de Alfonso en Sultán… Como él, es un ser silencioso y reservado. Tampoco soporta el frío. Le encanta salir a la calle, aunque enseguida se cansa de andar y prefiere que le lleven. Ignoro si además entiende el catalán, pero en su carné de mascota pone que nació en un pueblo de Lleida, así que tampoco me extrañaría. Ya sé, puede que todo esto no sean más que un puñado de coincidencias, pero a veces me pregunto qué extraña y poderosa razón nos impulsó a comprar un hurón precisamente en Vigo, a 500 km de nuestra casa, en compañía de Alfonso, y justo el último día que lo vimos con vida.

No sé cuál es la respuesta, pero os juro que cada vez que Sultán me mira y alarga el cuello esperando una chuche o una galletita, yo no veo a un hurón. Sólo veo la expresión cómplice y traviesa del abuelo Alfonso, pidiéndome sin hablar que le sirva un poco más de vino.

Por Alberto Macho


2 comentarios:

  1. Viví muy de cerca esos últimos momentos de Alfonso, sin verle. Pero pude sentir a través de sus seres queridos toda esa complicidad y ternura. Es muy bonito pensar que su alma está en Sultán, porque así Alfonso continúa entre ellos y la pérdida es seguro menos dolorosa.
    Alberto, me has hecho llorar recordando aquel puente de mayo tan especial para todos nosotros. Creo que a partir de ahora miraré a Sultán de otra manera. Gracias.

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    1. Gracias Nuri. Sultán también te lo agradecerá. Es que es verdad que se parecen, ¡si hasta en la foto son igualitos!

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