viernes, 27 de abril de 2012

El encuadernador

 Imagen: Mediossociales

Hace mucho que no le veo. La última vez que se acercó por la oficina nadie le compró ni una sola libreta. La Navidad acababa de pasar y todos nos habíamos llevado un arsenal de libretitas para regalar a nuestros familiares. No eran especialemnte bonitas, eran pequeñas, carecían de cubiertas, sólo tenían una contraportada forrada de algún tipo de piel falsa, a veces marrón, otras verde o azul marino. Iban cosidas por arriba con una franja de tela y las hojas -todo un detalle- llevaban microperforado. Libretas simples para tener en casa a mano, apuntar un teléfono o la lista de la compra. Nada del otro mundo. El anciano que las vendía había trabajado toda su vida en un taller de encuadernación, de esos que existían en el siglo pasado, de esos que ya no quedan. Recuerdo uno en mi barrio, mi padre solía llevar a encuadernar allí las colecciones por fascículos que hacía con el periódico: Atlas de España, Atlas de Europa, Libro de Efemérides... en casa había varios. El taller no tenía ventanas que dieran a la fachada, sólo una puerta negra y un letrero sobre la pared blanca:"Encuadernación". 
Desconozco en qué taller trabajó toda su vida el anciano de las libretas, pero lo cierto es que ya no existía. El hombre parecía bastante mayor, no es que estuviera cascado, no. Era realmente mayor y, además, la cabeza no le funcionaba del todo bien. Sí para hacer las cuentas de lo que vendía y darte las vueltas, pero no para todo lo demás. Empezó viniendo una vez al mes, pero últimamente ya era una vez a la semana. Como nos daba mucha pena, casi siempre le comprábamos una libreta -por eso y porque sólo costaban un euro-, hasta el punto de que llegué a tener cinco libretas sin empezar sobre mi mesa. Portaba una mochila escolar y se recorría todas las oficinas del barrio, entregando su tarjeta -una fotocopia de 3x3 cm.- escrita a mano en la que se leía: Antonio González, Encuadernador. Se encuadernan y reparan todo tipo de libros. Y acontinuación, un teléfono fijo. Su aspecto era pobre, solía llevar la misma chaqueta raída, pantalón de lana y unas zapatillas de deporte que parecían heredadas. Andaba un poco encorvado, usaba unas gafas de culo de vaso muy anticuadas y siempre llevaba el pelo blanco peinado con raya a un lado. Era aseado, eso sí. Pero siempre contaba la misma historia: que estaba jubilado, que era viudo, que cobraba una pensión muy pequeña, que lo hacía todo él artesanalmente y que la cosa estaba muy mal. Siempre lo mismo. Algunas veces, si hacía poco que le habíamos visto y estábamos muy ocupados en la oficina, cuando llamaba al timbre fingíamos no estar y no le abríamos la puerta, para después retorcernos de remordimientos el resto del día.
Hace tiempo que no le veo y ya no trabajo en esa oficina, pero de vez en cuando me pregunto qué será de su vida, si seguirá encorvándose sobre una mesa a la luz de un flexo para fabricar esas libretas irregulares, cortadas con mal pulso y no demasiado bonitas; y, sobre todo, cómo viviría con esa pequeña pensión y los pocos euros que les sacase a las libretas.


3 comentarios:

  1. Muy bonito y melancólico, me pone triste.
    Aquellos oficios, aquellos artesanos...
    ¿Cómo viviría nuestro encuadernador con sus pocos ingresos? Quizá mejor de lo que se nos viene encima a generaciones posteriores. Al menos él hacía lo que más le gustaba y sabía.

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  2. Quizás tuviera millones debajo del colchón y vestía como un pordiosero porque no regía del todo...

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  3. Quizás lo importante para él era simplemente hacer una labor artesanal y sentirse útil. Quizá sólo necesitaba comunicarse.Quizá se fue con las botas puestas haciendo lo que más le gustaba.

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