martes, 20 de noviembre de 2012
¿Vio usté a mi abuela?
¿Cuál quieres que te ponga? preguntaba él abriendo las puertas de cristal del mueble donde guardaba la cadena de música. El de los payasos, respondía yo cogiendo del estante de los discos -que quedaba a mi altura- el vinilo raído de Los Payasos de la Tele, que antaño había pertenecido a mis hermanos mayores y que entonces ya solo escuchaba yo. Bueno, y él. Mi padre sacaba el disco de la funda y lo colocaba en el tocadiscos mientras yo me ponía de puntillas para verle accionar la aguja automáticamente con un botoncito que se encendía en color naranja. El disco empezaba a girar y, por los grandes altavoces que había sobre el comodín, comenzaba a sonar la inconfundible voz de Miliki. Hola don Pepito, hola Don José, ¿pasó usted ya por casa?... por su casa yo pasé... ¿vio usté a mi abuela?.. a su abuela yo la vi... Adiós Don Pepito... ¡Adiós Don José! Dando vueltas por el salón haciendo volar mi falda cantaba sin parar esa canción. Seguramente sería un sábado o un domingo por la mañana, y seguramente mi madre estaría pasando la aspiradora al otro lado de la casa. Pero no importaba porque los altavoces de la cadena de música eran muy potentes. Era una de las buenas, con amplificador, cinta de cassete, radio, tocadiscos y mil botones y cachivaches plateados, elegantísimos, que él no me dejaba tocar. Había costado un dineral y aún estaba pagándola a plazos. Todavía, entonces, me llevaba al circo en Navidad. Y a mí, todavía, me gustaba el circo. Supongo que él pasó por aquella fase con todos sus hijos, hasta que uno a uno dejamos de acompañarle al circo porque en realidad, tampoco nos gustaba tanto. Pero los payasos de la tele eran otra cosa, y en el circo de los leones estaba Ángel Cristo, pero no estaba Miliki. Y aunque yo no he llegado a conocer la época dorada de los payasos la tele, sí que recuerdo verle en color acompañado de ese payaso mudito que muchos años después acabaría haciendo Médico de Familia.
Pero todo acabó, y más aún tras el fallecimiento de Miliki. Ya no hay payasos como la familia Aragón, eso es cosa de otra época, la analógica, de la que los niños de ahora no conservan nada excepto los recuerdos de sus padres. Y entre esos recuerdos, con suerte, se encuentra ese Hola Don Pepito que continúa siendo infalible para arrancarle a un niño una sonrisa.
viernes, 2 de noviembre de 2012
La invasión del tweed
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Señoras en el autobús |
sábado, 29 de septiembre de 2012
Compañeras de viaje
La anciana habla con un fuerte acento ruso, se cubre la cabeza con un pañuelo y bajo sus faldas asoman dos piececitos en zapatillas de andar por casa. Me recuerda un poco a las abuelas rusas de Eurovisión y fantaseo con la idea de que es una de ellas. En pocos segundos la estoy viendo bailando por el vagón a ritmo de "Party for everybody... Dance, come on and dance..." Me aguanto la risa porque la tengo justo enfrente, aunque no me presta ninguna atención. Ella solo tiene ojos para la mujer del pelo naranja. Le dice, medio en Español, medio en ruso, medio en lenguaje de signos, que le recuerda a su hermana precisamente por el color del cabello. Le acaricia la mano mientras la más joven se deja hacer. Tiene una permanente y cálida sonrisa en la que muestra un diente de oro. La otra se dispone a bajarse ya, pero, antes de levantarse, le dice que la semana siguiente no la verá porque tiene turno de mañana y no viajará en metro a esa hora. No sé si la rusa alcanza a entenderla, pero asiente con la cabeza muchas veces hasta que la mujer se baja del tren. Su mirada se pierde en el infinito mientras continúa sola su trayecto esperando volver a ver a esa chica que le recuerda a su hermana, que estará tan lejos, por el color del cabello.
domingo, 23 de septiembre de 2012
El barrio viejo
De vuelta a casa parece que no va a poder caminar pero, alentada por a seguridad de mi brazo, se acelera para que la calle no se le haga tan larga, y comenta apesadumbrada que en los análisis le va a salir de todo. Azúcar alto, colesterol, ácido úrico... Voy tener de todo, ya verás. Y qué quieres, pienso, con 77 años qué quieres. Y es que no tiene mucho más, pero a ella se le hace un mundo. De la depresión sigue sin decir nada. En el portal nos encontramos a la peluquera, que la anima a bajar a peinarse, Ay hija, si yo pudiera... y en el ascensor coincidimos con la señora del sexto, que nunca he sabido cómo se llama pero que tenía muchos hijos todos ellos muy altos y desgarbados. Nos mira preocupada y le dice que después le hará una visita. No mujer, no te preocupes, si me voy directa a la cama. Y se va, nada más entrar por la puerta. Ya a solas con el silencio de la mañana en este barrio cada vez más envejecido me pregunto qué se siente al perder la ilusión y el interés por todo aquello que te rodea y, sobre todo, si existe una receta mágica para recuperar las ganas de vivir. La respuesta está frente a mí: una funda de cuero con 7 cajitas con los días de la semana escritos en la tapa, divididas en 4 compartimentos cada una, llenas todas ellas de al menos 7 pastillas, todas diferentes. Ésa es la receta mágica. Lo que pasa es que no funciona.
miércoles, 1 de agosto de 2012
¡Con la Tata otra vez no!
¡No, por favor, con la Tata no! suplicaba cada verano semanas antes de las vacaciones, cuando se asignaban las habitaciones del apartamento. Nunca era el mismo y nunca en el mismo sitio, pero Martita siempre dormía con la Tata. Claro, era la pequeña. Mientras tanto sus hermanas mayores, la novia de su hermano más alguna amiga que se apuntaba a veranear con ellos, compartían la habitación más divertida: la de los colchones en el suelo y las juergas por las noches; la de las confidencias de chicas mayores y los sujetadores tirados en las sillas; la de las maletas abiertas llenas de vestidos preciosos que nadie le prestaba para salir por la noche. Porque a ella nunca la dejaban salir por la noche con las chicas y tenía que conformarse con verlas arreglarse, ayudarles a elegir la ropa, maravillarse cuando se maquillaban y despedirlas en la puerta con la Tata detrás diciendo no volváis muy tarde... Sus padres habrían salido a cenar solos, como tantas noches, y a Martita no le quedaba más remedio que quedarse en el apartamento con la Tata, que le haría una tortillita francesa y se quedaría dormida viendo la tele a un volumen ensordecedor. Más tarde, en la cama, la Tata rezaría el rosario en bajito y Martita se taparía la cabeza con la sábana para no escucharla. Así eran las noches de verano en las que Martita soñaba que se iba al pueblo con las chicas, que bailaba en la dicoteca como los mayores y volvía a casa casi al amanecer, entre risas ahogadas para no despertar a sus padres.
Cuando era más pequeña le encantaba ir a casa de la Tata y quedarse a dormir allí. Era una casa enorme llena de balcones que daban a una calle bulliciosa, y tenía muchos tesoros guardados en pequeños joyeros y cajitas. Le gustaba que su Tata le dejase unas viejas láminas de dibujo de Mickey Mouse para copiar y colorear, que tenía guardadas en una raída carpeta azul. Martita se sentaba en la mesa camilla junto al balcón a pintar durante horas. Sin embargo, ahora que ya tenía 11 años quedarse en casa con la Tata no le divertía en absoluto. Y además, era verano y sus hermanas habían salido. Sabía que si tenía paciencia, en unos años ya sería mayor para salir y dejaría a la Tata sola en casa. Aquello le causaba ciertos remordimentos, pero las ganas de ser mayor podían con ellos. Sólo tenía que esperar cuatro veranos para tener 15 años, como los que tenía su hermana ahora. Cuatro veranos más y cambiaría los rezos de la Tata por la música de la discoteca. Martita se durmió pensando en ello. La Tata aún rezó un Ave María más.
jueves, 26 de julio de 2012
Yo seré tu bastón
Al verlos, lo primero que le vino a la cabeza fueron sus propios padres en la época en que aún salían juntos a la calle y él, muy coqueto, se negaba a usar bastón, apoyándose en el hombro de su mujer que tenía la espalda baldada por culpa del peso de su marido. Aunque nunca se quejó y siempre se lo permitió. Le tenía realmente muy consentido. Entonces el pensamiento dio un giro radical y ya no vio a sus padres, sino a sí misma, pequeñita y enjuta, soportando el peso de los más de metro ochenta centímetros de su chico cuando ambos fueran ancianos. Y se dio cuenta de que a su chico quizás le fallarían también las piernas, algún día, como a un viejo Gran Danés, y de que ella, como su madre, permitiría que la usara de bastón sin rechistar. Cuando se giró para volver a mirar a los ancianos, éstos ya doblaban la esquina de la calle. -Pues no iban tan lentos, no- se dijo mientras retomaba el camino al supermercado con el ánimo extrañamente más alegre. Era agradable imaginar una vejez bien acompañada.
jueves, 5 de julio de 2012
El abuelo hurón
Dicen que cada vez que nace alguien en una familia, otro de sus miembros muere (y viceversa), como si la naturaleza quisiera conservar un extraño y macabro equilibrio. Y también dicen que el recién llegado siempre hereda o reencarna los rasgos físicos o la personalidad del fallecido. Parece absurdo, pero si repasas las fechas de nacimientos y muertes más o menos simultáneas en tu familia, puede que te lleves una sorpresa. Agradable o inquietante, depende de cómo lo mires.
A mí me parece que esta teoría no se limita a los bebés, sino que se extiende a las mascotas, que al fin y al cabo, también son miembros de la familia. De hecho, una de mis hijas es clavadita, pero clavadita, a Popi, un perro que tenía su madre (y que casualmente murió justo antes de nacer ella). Es igual de inteligente, de rebelde y de cabezota. Y a veces, igual de perra. Eso sí, al menos ella no rebusca cosas de comer en la basura. O eso creo.
Pero no he venido aquí a hablar de mis hijas, sino de su abuelo Alfonso, que era mi suegro. El abuelo Alfonso era muy culto, muy moderno y muy presumido. Le gustaba vestir como un dandy, oler a perfume de marca, comer cosas ricas y beber buen vino. Esto último puede ser una virtud o un defecto, en función de los centilitros por hora que te bebas. Pero para mí, que lo conocí ya mayor, no era ni una cosa ni otra, siempre fue simplemente una anécdota. Entre otras muchas cosas, el abuelo Alfonso sabía conversar, leía varios periódicos y hablaba siempre en voz baja con su inconfundible acento barcelonés, que nunca perdió. Y eso que vivió en media España: Madrid, San Sebastián, y en tres residencias de ancianos en Canarias, Málaga y Vigo. Porque Alfonso fue un anciano prematuro; convivía con la tercera edad cuando él todavía estaba en la segunda. Cosas de los servicios sociales.
Todos los años, en verano o semana santa, íbamos a Vigo a visitar a Alfonso, para que viera cómo crecían sus nietas. Siempre llegábamos por sorpresa y él se ponía muy contento, porque las adoraba y también porque no solía tener compañía. Si nos dejaban, nos lo llevábamos a comer y a tomar un vino. Como en la residencia se lo tenían prohibido, nos lo agradecía con una sonrisa pícara y se lo bebía muy deprisa, tan rápido que teníamos que pedirle otro.
Alfonso era muy friolero y llevaba jersey incluso en pleno agosto. Tenía unos ojillos muy pequeños y unas gafas de culo de vaso que los hacían parecer siempre acuosos y más grandes de lo que eran. Se movía despacio y sin ruido, y se ahorraba las palabras si podía sustituirlas por una mueca, un gesto con la mano o un discreto codazo lleno de sobreentendidos. Tenía muy mala memoria para algunas cosas, pero para otras su cabeza era prodigiosa. Por ejemplo, yo le pedía a menudo que me enseñara esos trabalenguas tan divertidos que se sabía en catalán y que simulan frases en otros idiomas, como inglés (En un got net no hi pot haver-hi hagut mai vi), chino (Tinc tanta sang que a les cinc tinc son) o incluso latín (Avis murris porten els nuvis amb òmnibus a Gràcia). Conocía muchos diferentes y los recordaba todos a la perfección. Y si mil veces le pedí que los recitara, mil veces los repitió, sin quejarse jamás ni mostrar contrariedad alguna. Le divertía tanto como a mí. Aparte de que le hacía muchísima gracia ver a un madrileño disfrutar como un enano aprendiendo a decir cosas en catalán. Era su lengua y estaba muy orgulloso de ella, pero sólo la utilizaba para hablar con su esposa, María. De la que, por cierto, nunca se separó legalmente, aunque vivieron 25 años cada uno por su lado. Yo creo que siempre la quiso. Era un gran tipo, Alfonso.
Con los años, la salud del abuelo Alfonso se hizo más y más frágil; primero empeoró su vista y tuvo que dejar de leer. Eso acrecentó su tristeza, su soledad y su silencio. Luego flaquearon sus piernas, y caminaba tan despacio que le apodamos “el abuelo tortugo”. De ahí pasó a ocupar una silla de ruedas. Y por último, le amputaron una pierna por encima de la rodilla. Ese año no esperamos al verano para ir a verle.
Cuando llegamos a Vigo, nos preocupaba cómo reaccionarían nuestras hijas, aún pequeñas, al ver que a su abuelo le faltaba un trozo. Temíamos que se asustaran o les diera yu-yu. Bueno, pues ni se fijaron. O si lo hicieron, no le dieron ninguna importancia. África, que era su favorita, le regaló un pequeño peluche de un elefante con la trompa para arriba, como a él le gustaban, porque Alfonso siempre decía que sólo así daban buena suerte. Y Paula le dio dos besos y se comportó con la mayor naturalidad, mientras el abuelo la miraba tan embelesado que empezamos a dudar cuál de las dos era su nieta preferida. Nos lo llevamos a comer a un restaurante con terraza y, cómo no, nos bebimos dos jarras de albariño a la manera de Alfonso: la primera muy rápido, y la segunda tan tranquilos, paladeando el vino. El abuelo no habló mucho, sólo contemplaba a sus nietas orgulloso, asombrado y con una permanente sonrisa. Creo que nunca le había visto tan feliz, y durante tanto tiempo seguido, como aquel día.
Después de comer fuimos a comprarle algunas delicatessen a un centro comercial cercano. Allí había una tienda de animales y, en mitad del escaparate, un cachorro de hurón de dos meses de edad. Nada más verlo supe que África y su madre, que venían detrás empujando la silla del abuelo, se iban a enamorar de él. Y en efecto, un cuarto de hora más tarde, Sultán (así lo bautizó África, con gran acierto) se convirtió en un nuevo miembro de la familia. Alfonso observaba al hurón como hacía con todo lo nuevo: con una mezcla de curiosidad, simpatía y tolerancia. Si le preguntabas qué le parecía aquel animal, simplemente se encogía de hombros y sonreía divertido. Luego volvimos a la residencia, nos despedimos de él, regresamos a Madrid y quince días más tarde, el abuelo Alfonso murió.
Sin embargo, cuando veo los diminutos ojillos de Sultán, que es tan corto de vista como lo era el abuelo, sé que de algún modo sigue aquí. Su alma, o lo que sea, no fue a parar ni al cielo ni al infierno, sino dentro de un mustélido. Sólo así se explica que exista un hurón tan sibarita, tan listo y tan discreto, el muy sinvergüenza, siempre con esa actitud resignada y esa cara de no haber roto nunca un plato. Hay tanto de Alfonso en Sultán… Como él, es un ser silencioso y reservado. Tampoco soporta el frío. Le encanta salir a la calle, aunque enseguida se cansa de andar y prefiere que le lleven. Ignoro si además entiende el catalán, pero en su carné de mascota pone que nació en un pueblo de Lleida, así que tampoco me extrañaría. Ya sé, puede que todo esto no sean más que un puñado de coincidencias, pero a veces me pregunto qué extraña y poderosa razón nos impulsó a comprar un hurón precisamente en Vigo, a 500 km de nuestra casa, en compañía de Alfonso, y justo el último día que lo vimos con vida.
No sé cuál es la respuesta, pero os juro que cada vez que Sultán me mira y alarga el cuello esperando una chuche o una galletita, yo no veo a un hurón. Sólo veo la expresión cómplice y traviesa del abuelo Alfonso, pidiéndome sin hablar que le sirva un poco más de vino.
Por Alberto Macho
miércoles, 4 de julio de 2012
Un abuelo ye-yé
El abuelo Camilo era, como puede apreciarse en la fotografía, un señorito de la época, un niño pijo, para entendernos; con muy buena planta, iba siempre hecho un pincel. La abuela Gloria, por el contrario, era más bien gordita y de escasa estatura y, aunque fueron una pareja muy bien avenida y tuvieron cinco hijos, nunca les vi juntos por la calle, y eso que Camilo no debía de parar mucho en casa.
Mi abuela falleció antes, y Camilo vivió hasta los 90 años, muriendo poco después de nacer mi hija mayor, allá por los años cincuenta. Es decir, que el recorte del periódico que veis aqui y que aún conservo es, posiblemente, de 1885 o 1890, de lo cuál da cuenta el estilo narrativo del articulista, tremendamente galdosiano.
Fallecido mi abuelo y su hija soltera Milagros, que vivía con él, nos llamó el abogado para formalizar la herencia del piso. Y cuál fue mi sorpresa cuando el letrado nos dice muy serio a mi marido y a mí: "¿sabéis que tus abuelos Camilo y Gloria no estaban casados?" Resultaba que nadie, ni siquiera sus cinco hijos, supieron nunca tamaño secreto. Es decir, que serían lo que llaman ahora "arrejuntarse", porque sin papeles de por medio, ¡ni pareja de hecho eran siquiera!
Por Mª Antonia Ronco Muñoz
miércoles, 6 de junio de 2012
Mis tres abuelos
- ARTURO (o Don Arturo habitualmente, o Arturito en algunos círculos... el NINO para sus nietos)
- RAMÓN (el LALO para sus nietos)
- VICENTE (el ABUELO VICENTE para sus nietos)
lunes, 4 de junio de 2012
A mi nieta Naira
que decidió pasear...
y se fue por el bosque
cantando una canción
como iba sólo, no podía imaginar
que tomaría parte
de una maravillosa
historia de amor.
Él era un príncipe azul
no creais que me lo invento...
que se sentó para ver el río
junto a la orilla y vio salir del agua
una rana, si bien recuerdo,
era de color verde,
Con grandes ojos azules, que lo miraban
y la pobre ranita,
casi llorando así le decía:
"¡Ay! Dame un beso, por favor que igual que tú igual soy yo".
Un día una bruja
en rana a mí me convirtió
tan sólo tú eres mi salvación.
Si me das un beso se irá
el hechizo y yo seré tuya.
Si no me ayudas siempre rana seré yo,
”maldito sea el encantamiento
que es mi tormento y es mi locura".
Él le limpió sus ojos y le dio un beso
y la ranita se convirtió en princesa.
Los dos se enamoraron en un momento,
fueron muy felices juntos en su reino... y
comieron perdices como en todos los cuentos.
Cierro entonces el libro
y mi nieta… ya descansa
y cuando la voy a besar
os juro que yo me siento
el príncipe azul de mi casa.
sábado, 2 de junio de 2012
La alianza de Dora
Cuando era niña, la madre de mi madre vivía con nosotros en casa. Se llamaba Dora. Nosotros la llamábamos Yaya Dora. Yo, como todas las niñas, soñaba con ser princesa, por eso la alianza de boda de mi yaya me atraía muchísimo y me hipnotizaba brillando desde su dedo regordete como un preciado tesoro. Era sencilla, humilde, pero brillaba tanto... Como mi yaya siempre estaba en casa, yo le pedía la alianza una y otra vez. Quería que me la regalase porque pensaba que a ella ya no le hacía ninguna falta; pero la Yaya Dora me respondía invariablemente: "aún no, hijita, cuando me muera te la daré". Para un niño eso de la muerte no es un concepto muy claro y parece extremadamente lejano en el tiempo. Es más, a mí aquello de "cuando me muera" me sonaba igual que lo de "que viene el hombre del saco". Pura fantasía para meterme miedo. Hasta que un día mi abuela se cayó. Fue una caída de estas tontas que a veces sufren los abuelos, pero que son suficientes para partirles la cadera. Aquél día, cuando se la llevaban dolorida al hospital, me dio su alianza de boda antes de salir por la puerta. Yo pensé que si me la daba así, sin pedírsela siquiera, era porque se iba a morir, pero me parecía imposible porque aquello de la muerte seguía siendo un concepto vago y lejano; sin embargo, su intuición no le falló, pues nunca más volvió a casa. Todavía hoy llevo puesta su alianza. Jamás me la quito.
Por Pilar Arnanz
miércoles, 30 de mayo de 2012
Pili, Luci, Bú y otras chicas del ambigú
lunes, 28 de mayo de 2012
Fresca hierbabuena
martes, 22 de mayo de 2012
La abuela cumple 100 años
A veces no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia. A veces, la longevidad -el artista murió con casi noventa años- no es patrimonio de mentes y espíritus elevados. O sí. Tan elevados como el espíritu de una mujer que acaba de cumplir 100 años en Zamora, donde se fue a vivir desde su Tábara natal recién casada con su marido, del que enviudó recientemente. Podía haber sido una chica independiente, trabajadora en plena II República, representando un tipo de mujer adelantada a su tiempo. Podría haber acabado en el Partido Comunista, ser miliciana y exiliarse a Francia en la posguerra. Podría haber sido muchas de estas cosas si la vista no le hubiera fallado desde joven, lo que le hizo abandonar su profesión de telegrafista, oposición que había sacado adelante con todo su esfuerzo. Sin embargo, no por ello debemos pensar que no es nadie. Todo lo contrario. 14 hijos tuvo y los 11 que sobrevivieron son la prueba fehaciente de que fue y es alguien muy importante en sus vidas y en una historia, la suya, irrepetible. Porque en los pueblos de España hay historias así, de mujeres capaces de cocinar 11 tortillas de patata, 11 barras de pan, sendos pimientos fritos, chorizo y queso para que su prole pasara inolvidables domingos en el "pinar". Y es que sin esa mujer las vidas y los recuerdos de sus hijos, nietos y bisnietos, que ahora celebran sus sorprendentemente cabales 100 añazos, no serían lo mismo. A veces, no hace falta ser Miguel Ángel para ganarse un huequito en la Historia, basta con ser de Tábara, vivir muchos años y tener la memoria intacta para transmitir aquello que se ha vivido, para que nunca se pierda.
miércoles, 9 de mayo de 2012
¿Puedo tomar una stout?
Damien es el hijo sacerdote de Maurice Ready. Nunca viene el fin de semana, tiene que dar misa. Él prefiere los lunes y los miércoles, a última hora de la tarde, a tiempo para acompañar a su padre en la cena, y darle el capricho de permitir que se beba una botella de cerveza negra bien fría que le trae escondida en el abrigo. Por supuesto, si le viera alguna de las monjas de la residencia se la quitaría ipso facto, no se permiten esos vicios bajo su techo, y mucho menos si están contraindicados con las medicinas que toma el anciano. Sin embargo, esto a Damien no le importa porque sabe que su padre espera la cerveza como el acontecimiento más placentero de la semana, junto a ver a sus nietas correr y revolverlo todo. Sin estas pequeñas cosas la cabeza hace mucho tiempo que habría dejado de funcionarle. Pero el caso es que le funciona muy bien. Hoy es uno de los días que no tiene visita y soy yo quien le hace compañía mientras cena e, incluso, le doy algún trozo de salchicha con el tenedor como si fuera un niño pequeño. No suele tener problemas para comer solo, pero algunas noches está especialmente torpe, ralentizado, y es mejor darle de cenar porque si no se acaba quedando dormido sobre el plato. Maurice me pregunta a qué se dedica mi padre. Es jubilado, le digo. Ya, pero antes, ¿qué era?, me vuelve a peguntar. Era empleado de banca, contesto. De repente, un destello de luz cruza momentáneamente sus pupilas que, ensanchándose, me sonríen. Entonces me empieza a contar que él trabajó toda su vida en el Bank of Ireland, que entró de botones muy joven y fue ascendiendo, y que era el mejor trabajo del mundo. ¿Mañana viene Damien?, cambia de tema. Supongo, porque es miércoles y no ha llamado para decir que no venía - Damien siempre avisa-, le digo. ¿Puedo tomar una stout*?, pregunta refiriéndose a una cerveza negra. No, mañana, respondo. Y sin mediar palabra cierra los ojos sonriendo de nuevo, haciéndome saber que tanto la conversación como la cena han terminado para él. Recojo la bandeja, le limpio la boca y le acomodo las almohadas antes de arroparle. Tras correr las cortinas y apagar la luz, me voy sin hacer ruido y, cuando ya estoy en la puerta, oigo a Maurice Ready decir a mi espalda: Que Dios bendiga a tu padre, salúdale de mi parte cuando le veas.
*Stout es el nombre que recibe en inglés la variedad de cerveza negra. Lager y Ale son las otras dos variedades: rubia y tostada, respectivamente.
viernes, 27 de abril de 2012
El encuadernador
viernes, 13 de abril de 2012
Viejos y abuelos
En la biblioteca, hoy hay varios abuelos con sus nietos. Los niños tienen una semana de vacaciones por Pascua y los padres, evidentemente, no. Esto obliga a hordas de abuelitos más que cansados de hacer de "padres" postizos a sacar a los críos para que se entretengan. Me llama la atención especialmente uno cuyo nieto está algo crecidito. Rondará los once años, el niño. El abuelo claramente supera los ochenta. Las manchas oscuras en su calva y esa camisa de franela a cuadros por dentro de un pantalón de pana con la cintura a la altura del sobaco no dejan lugar a dudas: es un hombre de campo bastante mayor. Y además, valenciano-parlante. Un hombre de campo, claramente. Da cabezadas sobre la mesa mientras su nieto estudia o hace los deberes. Es curioso porque a esa edad yo iba sola a la biblioteca siempre que quería, pero los padres de ahora son más protectores que los de mi generación. La calle es más peligrosa, los niños menos inocentes... un niño de once años no puede cruzar dos calles para ir a estudiar a la biblioteca municipal a las 12 de la mañana. O eso parece. Y para que no le atraquen o le ofrezcan droga por la calle, lleva de guardaespaldas a su abuelo octogenario que se aburre como una ostra en la sala de lectura infantil. Y sin saber porqué, me pongo triste. Me apena que los abuelos sean tan mayores, porque recuerdo a los abuelos de mi época con mucha más vitalidad y alegría en el cuerpo, probablemente debido a que tenían diez años menos que los de ahora. porque las madres también tenían diez años menos que las de ahora. Mientras tanto, el niño ha recogido sus libros y se dirige hacia la puerta pegando saltos, en tanto su abuelo se pone la chaqueta y la boina de lana con parsimonia y, meticulosamente, coloca todas las sillas de la mesa antes de salir. El nieto hace ya un par de minutos que está en la calle arriesgándose a ser secuestrado por cualquier desalmado. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.
lunes, 9 de abril de 2012
A hombros, o con los pies por delante

Cruzando el charco, en nuestro país también encontramos ejemplos de actrices que se mantienen o se han mantenido en activo superada la barrera de los 80. Bien sea precisamente por eso, porque se mantienen activas, o por los beneficios sobre el riego sanguíneo que tiene memorizar guiones; el caso es que las actrices son como los toreros: de los escenarios sólo salen a hombros o con los pies por delante.
miércoles, 4 de abril de 2012
¿Y tú ya tienes fisbul?
- Entonces, ¿tú sabes lo que es un PDF?- escucho a mis espaldas en el autobús. Como la voz proviene de una persona mayor, presa de la curiosidad giro la cabeza disimuladamente para descubrir a dos ancianas (una de ellas realmente muy anciana) portando sendos maletines de... ¡portátil! Me restriego los ojos y vuelvo a mirar. Efectivamente, llevan ordenadores portátiles guardados en maletitas acolchadas de colores, de estas tan monas que venden ahora, que sujetan con celo en sus respectivos regazos. Con esta imagen debería cobrar sentido para mí la conversación que están teniendo, pero sigue resultándome cuanto menos insólita. - Pues será un programa de esos que hay, hija, yo no sé lo que es- contesta la otra mujer. - Es un documento porque el otro día mi nieto me envió uno por correo electrónico- asegura la primera anciana, la que tiene la duda. La otra le contesta muy convencida: - un documento es un documento, son todos iguales, no puede ser un documento-. Estoy disfrutando tanto de la conversación que no me atrevo a interrumpir para sacarlas de la duda. - Yo mañana lo pregunto a la profesora y nos quedamos tranquilas-. A la profesora... ¡entonces van a clase! Abuelas con portátiles en el autobús hablando de formatos de documento. Lo nunca visto. Conocía a las abuelas que llevan mochilas escolares con carrito y que se dirigen invariablemente a la piscina, donde hacen aquagym, una moda creciente entre las señoras mayores que ha dejado de ser minoritaria para convertirse en lo más normal del mundo, de hecho, lo raro es ver gente joven haciendo aquagym. Pero esto es otra historia... Detrás de mí la conversación toma tintes cada vez más divertidos: - ¿Y tú ya tienes fisbul de ese? a mí me ha hecho uno mi hija-. Ahogando una carcajada, me bajo del autobús porque he llegado a mi parada, una pena.
jueves, 15 de marzo de 2012
Mamá, la abuela está en la tele

jueves, 8 de marzo de 2012
A Mar le gusta el mar

jueves, 1 de marzo de 2012
Johnny Cash o la inmortalidad

viernes, 17 de febrero de 2012
Aventura en el centro de salud
viernes, 10 de febrero de 2012
A la fresca

sábado, 4 de febrero de 2012
El hombre del escarabajo rojo

viernes, 27 de enero de 2012
Mucho mundo por ver

jueves, 19 de enero de 2012
Lo peor que puedes hacer en una guerra es dejar tu casa

martes, 10 de enero de 2012
Asunción sabe latín
jueves, 5 de enero de 2012
Los trenes cuando el abuelo era niño

En los años 40 los trenes se dividían en tres clases: en los coches de tercera clase cada departamento, sin puerta alguna, tenía asientos para diez ocupantes, y la dura madera de los mismos había sido cubierta con una leve gutapercha, así como la parte destinada a reposar la cabeza; los coches de segunda clase, más cómodos, albergaban ocho asientos con tapizado mullido, y los departamentos ya tenían una puerta corredera; en cuanto a los de primera clase, con departamentos también con puerta, ya eran el colmo de la comodidad, con sus seis asientos, verdaderas butacas extensibles, siempre que no se molestase al viajero sentado enfrente. También había algunos coches cama, muy escasos, que no explotaba RENFE, sino
Las ventanillas de aquellos viejos vagones se abrían en guillotina, con una cinta de lona sujeta en la parte inferior, con la que se hacía subir o bajar la hoja acristalada, que una vez subida se encajaba en el alféizar de la ventana. Era cómico ver apresurarse a los viajeros a cerrar todas las ventanillas al entrar el tren en un túnel, lo que suministraba grandes dosis de carbonilla.
En las estaciones de las localidades en las que existía algún producto típico, se voceaba y se vendía con buen éxito a los viajeros en tránsito. Así, se pregonaba en Las Navas del Marqués “¡leche fresquita de Las Navas!”, que se vendía en unos pocillos de barro de medio litro. Más adelante, en Ávila, aparecían las “yemas de Santa Teresa”, y después las “ricas mantecadas de Astorga”, y en León los “nicanores de Boñar”. En otras líneas ferroviarias no podían faltar los “piñones tostados de Valladolid”, cuya cáscara había que terminar por abrir introduciendo la punta aplastada de un clavo en la ranura abierta, o bien, en Reinosa, las “exquisitas pantortillas” de deliciosa masa de hojaldre impregnadas de dulce mantequilla. Hacia el sur se ofrecían fresas y espárragos de Aranjuez, las “tortas de Alcázar” y las “tortas sevillanas de aceite”, sin faltar en la zona de Aragón los “adoquines” de Calatayud, enormes y durísimos caramelos que había que degustar rompiéndolos en pedazos más pequeños, y cómo no, los deliciosos bombones de las “frutas de Aragón”.
En los trayectos cortos, especialmente entre Madrid y
Esto no ocurría en los trenes de lujo, que en aquella época eran el Sudexpress de Irún, el Expreso Rías Bajas, el Lusitania Express, el Francia-Cataluña-Aragón, el Expreso de Andalucía o el Tren del Azahar, que llevaban un coche restaurant de Wagons Lits y ofrecían un menú lleno de exquisiteces, y hasta una pequeña pero escogida bodega. Eso sí, su coste era de unas trescientas pesetas, una auténtica fortuna para la España de posguerra.