lunes, 12 de diciembre de 2011

El rosario de Bridey Whelan


A las once van a la iglesia. Todos los días. Después del té de las diez, las ancianas cogen su rebeca -por si les entra frío- y su inseparable rosario, y se dirigen a la capilla. A aquellas que no pueden valerse por sí mismas, las acompañamos del brazo o empujamos su silla de ruedas: tanto si quieren ir voluntariamente, como si ni siquiera reconocen a sus propios hijos. Todas van a rezar el rosario cada día a las once, y que no se le escaquee ninguna a sister Jane, porque entonces hay bronca.

Bridey Whelan siempre me llama al busca desde su habitación. -Where is my rosary?- me dice, pues donde siempre, le respondo, pero en inglés. Es igual, nunca se acuerda de dónde lo pone, como tampoco se acuerda de mi nacionalidad o de si tengo hermanos o si tengo gato, porque esto también me lo pregunta todas las noches, antes de irse a dormir y bendecirme a mí y a mis padres. Cogemos el rosario del cajón y su cárdigan verde botella, uno muy gordito y largo que no le puede faltar en la capilla. A duras penas -no es que Bridey sea, precisamente, ligera-, empujo su silla de ruedas por el pasillo mientras escucho, primero levemente, luego cada vez más cerca, la letanía de todos los días: Holy Mary Mother of Gooood..., la voz de la madre superiora guía a través de un altavoz el rezo de una veintena de ancianos que apenas recuerdan el Ave María, pero nunca faltan a la cita. Son gente de costumbres. Dejo a Bridey Whelan a la derecha de la puerta, donde a ella le gusta porque así, después, sale de las primeras -como si tuviera prisa por llegar a algún sitio-. Le pregunto si necesita algo -No thanks dear, God bess you- y me voy a almorzar rezando, yo también, por que no me enganche sister Jane en el pasillo para regañarme por alguna de las cosas absurdas que preocupan a su triste existencia de monja. Holy Mary Mother of Gooood...

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