viernes, 8 de enero de 2016

El consuelo de Herminia


Por primera vez en cincuenta años Herminia de la Torre no se santiguó al atravesar el portal de su casa. Eran las doce de una mañana sin sol, fría y muy húmeda. Miró al cielo gris y después a sus pies, lamentando haberse puesto los tacones de la comunión de su nieta en lugar de las confortables botas altas que solía llevar cada día. La ventaja de las botas era que podía ahorrarse las medias. A Herminia las medias siempre le picaban mucho, sobre todo cuando sabía que no podría rascarse, como aquel día. Su hija mayor le había pedido encarecidamente que se arreglara para ir al notario, que, literalmente, “se quitara de una vez esa asquerosa bata azul de vieja”.
A ella le encantaba su bata, no tenía ganas de arreglarse y lo único decente que había en su armario era el vestido de la comunión de su nieta. Una agradable túnica de gasa verde pistacho estampada con flores pequeñitas de color turquesa, y unos zapatos de tacón del mismo verde que el vestido. Como colofón, se había puesto el abrigo de piel de nutria que le regaló su marido en el año 75 y que llevó a cortar a la modista veinte años después porque se había quedado anticuado. El resultado era un chaquetón ajado bajo el que asomaba un vestido de entretiempo. En pleno enero. No estaba muy segura de haber logrado el aspecto que su hija le reclamaba para ir al notario.

El taxi no tardó en llegar. La puerta trasera se abrió y su hija más pequeña la saludó desde dentro.
- Sarita, hija, échate para el otro lado que así salgo yo primero- A Herminia le costaba horrores entrar y salir de los coches, pero siempre era mejor que subir los escalones del autobús. Se dejaba un dineral en taxis porque desde que estaba sola no sabía en qué gastar el dinero. Si a alguna de sus hijas le gustase el bingo, al menos tendría con quién ir de vez en cuando a inyectarse una dosis de adrenalina extra, que buena falta le hacía.
Cuando llegaron al notario ya estaban todos sentados esperándola: sus tres hijas y sus tres yernos, los seis muy arreglados: ellas de tacones, ellos de corbata. Le gustaba verlas así, maquilladitas y a cuál más mona.
Sarita era la única soltera. Desde que la dejó el novio de toda la vida no levantaba cabeza. Herminia prefería no saber a cuántos habría subido ya a su piso de soltera. Si su padre viviera… Se sentaron ellas también alrededor de una mesa larga. Herminia de la Torre no se quitó el abrigo, un poco por frío y otro poco por vergüenza. Su hija mayor la miraba cabeceando. Qué manía tenía esta chica de desaprobar todo lo que hacía, pensaba, ella, que nunca se metía en la vida de nadie.
El notario llegó con su inexpresión característica de los notarios y leyó los documentos en su tono carente de matices también propio del gremio. Herminia y sus hijas firmaron y, minutos después, el hombre abandonaba anodinamente la habitación con una carpeta bajo el brazo. Entonces se le pasó por la cabeza la cantidad de dinero que se embolsaría ese señor todos los meses por no hacer nada, e irremediablemente se acordó de las manos de su marido, tan toscas y trabajadas que a los treinta años parecían ya las manos de un anciano. Le echaba tanto de menos que se sentía rodeada de desconocidos incluso cuando estaba con sus hijas y sus nietos. La familia que juntos habían creado y que ahora no la consolaba tener cerca. Por eso tomó un taxi de vuelta a casa, a pesar de que las chicas se iban a comer todas juntas, con sus maridos y los niños, al restaurante chino que servía los rollitos de primavera más ricos de la ciudad.
Herminia sólo quería llegar a su casa, comerse un bocadillo de jamón, ponerse la bata azul y sentirse acompañada por aquellas paredes cargadas de recuerdos más cercanos a ella que su propia familia. Las chicas no insistieron demasiado, ya la habían visto así otras veces.
Acababa de tumbarse en el sofá, apuntando con el mando a distancia a la tele, cuando sonó el teléfono. Miró el reloj y se dijo mentalmente que era la hora de su amiga Marisa.
- Hola guapa ¿qué hay?- saludó Herminia al auricular- Marisa ¿me oyes?- repitió, pero al otro lado sólo se escuchaba un quejido ahogado, como el sollozo de un niño.
- Soy yo, Hermi, se me ha muerto Pancho
- Fernando, hombre, qué susto me has dado, pensé que eras un loco de esos que llaman a las mujeres solas
- Hermi… que se ha muerto Pancho…
- Ya te he oído, deja de llorar de una vez, que no tienes edad para hacer estos pucheros
- No lo entiendes mujer, se ha ido, como Emilio. Me he quedado solo, ¡solo!
- Fernando, perdona que no llame a las plañideras para el velorio de tu perro, pero estás comparando a Pancho con mi marido y eso sí que no te lo consiento ¡faltaría!, además, a estas horas me llama siempre Marisa y tengo ganas de contarle lo del notario, así que mira, te voy a colgar y mañana me cuentas lo de Pancho, ¿vale?
- ¿Ha…has ido al notario?
- Siii, por lo de la renuncia de mis hijas a la parte de la herencia de mi madre que le tocaba a Emilio, por lo de los bienes gananciales…
- Por lo del piso de tu hija
- Sí, por lo del piso de mi hija
- Ya… ¿y qué vas a hacer el resto de la tarde?
- ¿Cómo? Pues quedarme en casa, ver la novela y hablar con Marisa, si me dejas
- Es que no puedo hacer esto solo
- ¿Hacer qué, Fernando?
- El perro
- El perro ¿qué?
- ¿Qué hago con Pancho? Hace una hora que lo tengo aquí en mi regazo, el pobrecito no podía respirar y le he estado acariciando así…despacito…hasta que ha parado y…entonces te he llamado
- ¿Y por qué me has llamado a mí?
- Porque de repente me he acordado de Emilio y de que tú le sostuviste la mano hasta que se fue, y he pensado que podrías ayudarme a pasar este trago
- Pues no te voy a mentir, bastante trago tengo yo con lo mío como para consolarte a ti porque se te ha muerto el perro
- Este perro ha sido mi compañero durante quince años igual que Emilio lo fue para ti más de cincuenta, lo sabes perfectamente y tendrías que entenderme mejor que nadie
- Pues no, no te entiendo y además no me gusta que acudas a mí para algo tan personal, no está bien Fernando, ¿desde cuándo somos tú y yo tan amigos?
- Hermi, por amor de Dios, si nos conocemos de toda la vida
- No, perdona, tú conocías a Emilio de toda la vida. Yo soy su mujer y a mí no me conoces de nada
- Qué cabezota eres… si sólo te estoy pidiendo que me acompañes a algún sitio donde pueda dejar al perro
- Mételo en una bolsa de basura, lo echas al contenedor y chimpún
- …
- Vale, vale, ya sé que no puedes hacer eso… si es que a menuda has ido a llamar, si sabes de sobra que me dan pánico los perros
- Está muerto, Hermi
- ¡Pues peor me lo pones! Ahora me va a rondar por las noches el espíritu de un pastor alemán, no te figuras la gracia que me hace
- ¿Te ronda acaso el espíritu de Emilio?
- …
- Di, ¿has notado algo en casa desde que él no está?
- No…
- Pues si el hombre no tiene espíritu, el perro menos
- Si eso es lo que me joroba, Fernando, descubrir que no hay nada después, ni cielo ni purgatorio ni leches. Estoy muy enfadada con Dios, no te haces una idea
- Sí, sí que me la hago. Yo estoy encabronao desde que se llevó a mi Antoñita, que ni un hijo le dio tiempo a darme a la pobre y aquí me tienes, lloriqueando por un chucho
- No era sólo un chucho, hombre, que buena compañía te ha hecho un porrón de años
- Pues por eso no puedo tirarlo a la basura, Herminia
- …
- Venga, te recojo en media hora y lo llevamos a incinerar
- No, no, no. Yo no voy a ninguna parte con un perro muerto, déjame tranquila, Fernando. Llama a otra persona
- ¿Y a quién voy a llamar? Si Emilio viviera…
- Si Emilio viviera estaría conmigo en el bingo pasando la tarde. Déjame tranquila y no vuelvas a mentarme a mi marido que bastante presente le tengo ya las veinticuatro horas del día
- Allá tú… desde lo de Emilio parece que nada te importa. Yo no creo que ser así te haga ningún bien
- Bien o mal, no cuentes conmigo para esto. No puedo, yo no puedo
- Bueno…aún así…si cambias de opinión creo que hasta mañana no llevaré a Pancho a ningún sitio
- Empezará a oler mal…
- Pues que huela lo que quiera, que para eso es mi perro. Hasta luego Herminia
- Hasta luego…un beso Fernando…
Fernando Pelayo, jefe de obra, compañero de Emilio durante más de veinte años, viudo y sin hijos, no era más que un amigo de su marido, alguien con quien Herminia de la Torre no había intimado jamás. Si Emilio viviera no le habría gustado nada esa llamada, estaba segura. Con esta idea clara en la mente Herminia marcó el teléfono de Marisa. Aquella tarde sí que tenía cosas que contarle; sin embargo, nadie contestó al otro lado de la línea. Imaginó que estaría en el centro merendando con su marido en alguna de esas cafeterías antiguas y acogedoras. Aunque se llevaban a matar, al menos se tenían el uno al otro.
Herminia volvió a sentir el vacío en el estómago que le sobrevenía cada vez que algo o alguien le recordaba que ahora estaba sola. Un vacío profundo y doloroso que no se llenaba con nada. Pensó en Fernando, también solo, aguantando el peso muerto de su perro Pancho sobre las piernas, sin saber qué paso dar o a quién acudir. La imagen la trasladó al hospital, a la frialdad de la habitación donde pasó las últimas horas con Emilio, y el vacío traspasó su cuerpo, cavando un agujero que la atravesaba del ombligo a la espalda.
Herminia se quitó la bata y en su lugar se puso una blusa azul, una falda vaquera y, por supuesto, las botas altas sin medias. Cogió el monedero y las llaves y se abrigó con una gabardina gris, tan descolorida como el resto de su armario. Cuando salía por la puerta escuchó el teléfono sonar. Definitivamente, la próxima vez que hablase con Marisa tendría mucho que contarle.
Un taxi giraba la esquina de su calle cuando abandonó el portal, una vez más sin santiguarse, y se apresuró a pararlo. Diez minutos más tarde llamaba a la puerta de Fernando Pelayo.
- Sabía que acabarías viniendo- el hombre sujetaba una manta vieja envolviendo un bulto peludo que Herminia prefirió no mirar demasiado. Le entraron unas ganas terribles de echarse a llorar, pero se contuvo.
- Coge las llaves del coche, que nos vamos de excursión
- Hermi, al veterinario se puede ir andando
- Tú coge el coche y tira para Cuenca. Vamos a enterrar a tu perro con Emilio, en el Júcar.

Cuando por fin se despertó, el timbre debía de llevar largo rato sonando. Herminia se puso la bata y trató de peinarse un poco antes de abrir la puerta. El sol de mediodía penetraba con fuerza en el salón. Hacía mucho tiempo que no dormía tanto.
Al otro lado de la puerta un mensajero sonriente le tendió un gigantesco ramo de flores, lilas en su mayoría, con un sobrecito pegado al envoltorio. Llenó de agua un jarrón hasta entonces ocupado por flores de plástico y colocó el precioso ramo en él. Abrió el sobre, leyó la tarjeta y sonrió, mientras el aroma de las lilas llenaba lentamente el vacío de su estómago.

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